Acoger los dones de Dios y hacerlos fructificar con nuestra libertad

Acoger los dones de Dios y hacerlos fructificar es una gran responsabilidad que involucra profundamente nuestra libertad. Dios, en su infinita bondad, concede a cada uno de nosotros capacidades, talentos y dones variados. Sin embargo, no basta solo con recibirlos: estamos llamados a multiplicarlos y a ponerlos al servicio del bien, para que produzcan frutos abundantes en nuestra vida y en la vida de las personas que nos rodean.

Surge entonces una pregunta esencial: ¿cómo hacer que estos dones se multipliquen? Es triste pensar que alguien pueda recibir tantos regalos de Dios y, aun así, dejarlos olvidados o sin utilidad. ¡Qué desperdicio sería tener talento y no usarlo!

Cada uno de nosotros también debe preguntarse: ¿qué tenemos pendiente con Dios? ¿Qué necesitamos aún resolver en nuestra vida espiritual, moral o práctica para poner plenamente en acción los dones que hemos recibido? Además, existe el desafío de conciliar el rendimiento de lo que Dios nos ha confiado con nuestra libertad, pues Dios no nos obliga a nada, sino que nos llama a corresponder por amor.

Esta realidad está magníficamente ilustrada en la Parábola de los Talentos, narrada en el Evangelio según San Mateo (Mt 25,14-30). Jesús cuenta la historia de un hombre que, antes de viajar, confió sus talentos a sus siervos, cada uno según su capacidad. Al regresar, pidió cuentas de lo que habían hecho con lo que les había entregado. Algunos siervos multiplicaron los talentos y fueron recompensados; sin embargo, aquel que, por miedo, enterró su talento y no produjo nada, fue reprendido. Así ocurre también con nosotros: Dios espera que no solo guardemos los dones recibidos, sino que los hagamos crecer, poniéndolos al servicio de Él y de los demás.

Es precisamente para que podamos hacer fructificar los dones que Dios nos concede que necesitamos cultivar las virtudes. A partir de ahora, vamos a comprender cómo las virtudes nos ayudan a responder con libertad y generosidad al llamado de Dios.

El Concepto de Virtud y el Dinamismo de la Libertad

Cuando hablamos de virtud, hay quienes piensan inmediatamente solo en el esfuerzo, como si la acción virtuosa fuera únicamente fruto de luchar contra las propias dificultades. Pero esta es una visión incompleta. Aunque el esfuerzo de la voluntad sea una parte esencial de la virtud, aún le falta otro aspecto fundamental: la adhesión del corazón, el vínculo afectivo con el bien. La virtud no es solo una ecuación compuesta por inteligencia y voluntad; contiene en sí un ingrediente vital: la afectividad.

En el pensamiento clásico, especialmente en Aristóteles, encontramos la comprensión de que la virtud no consiste solamente en obrar correctamente, sino también en sentir correctamente. Para Aristóteles, la virtud es una disposición adquirida que nos lleva a elegir el bien con rectitud.

«Situada en el término medio, determinado por la razón, tal como lo determinaría el hombre prudente.» (Ética a Nicómaco, Libro II, cap. 6)

Para vivir virtuosamente, no basta con que la inteligencia reconozca el bien ni que la voluntad lo desee de manera fría y mecánica. Es necesario que también los afectos se ordenen hacia el bien, para que el hombre desee el bien con alegría. Eso es lo que Aristóteles llama “pasiones moderadas”: la afectividad educada por la razón, para que amemos el bien y sintamos aversión por el mal.

En el concepto aristotélico, la afectividad significa la capacidad de experimentar inclinaciones, sentimientos o pasiones, pero orientadas hacia el bien conocido por la razón. Se trata de sentir bien, de desear lo que es bueno, no solo de saber o decidir lo que es bueno. Es precisamente Aristóteles quien enseña que la persona virtuosa “no solo hace lo correcto, sino que lo hace con placer.” (Ética a Nicómaco, Libro II, cap. 4)

Cuando pasamos al tema de la libertad, surgen también muchos malentendidos. Algunos la reducen a un puro voluntarismo, como si bastara con la fuerza de voluntad: “lo importante es actuar” o “lo importante es intentarlo.” Otros caen en el extremo opuesto y confunden la libertad con el sentimentalismo, creyendo que basta con “sentir, gustar y entonces actuar.” Sin embargo, la verdadera libertad es algo mucho mayor.

Aristóteles enseñaba —y más tarde Santo Tomás de Aquino profundizó— que la libertad no es solo voluntad, ni solo sentimiento: es el acto de la voluntad guiada por la razón. Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, explica que “la libertad está en la razón y en la voluntad, pero la voluntad debe querer aquello que la razón presenta como bien.” (Suma Teológica, I-II, q. 17, a. 1) Por lo tanto, la libertad exige inteligencia para conocer el bien, voluntad para desearlo y también afectividad para amarlo, pues el ser humano no es solo razón fría, sino un ser integrado en todas sus dimensiones.

Si alguien me pregunta: ¿fue Santo Tomás de Aquino, Aristóteles o San Pablo Apóstol quien enseñó esto? Podemos decir que todos, en diferentes grados, tocaron este punto. Pero fue Aristóteles quien formuló con mayor claridad filosófica la idea de que la virtud integra razón, voluntad y afectividad, rechazando tanto una visión meramente voluntarista como una visión puramente sentimental. Santo Tomás, más tarde, asume y desarrolla esta tradición, aplicándola a la teología moral cristiana. San Pablo, por su parte, habla de la transformación del hombre interior y de la renovación de la mente (cf. Rm 12,2), señalando también hacia esta integración, aunque no la define filosóficamente como Aristóteles o Tomás.

Podemos, por tanto, afirmar que la libertad, en su pleno ejercicio, nace de la interacción entre voluntad, sentimiento e inteligencia. Es precisamente en este dinamismo donde somos llamados a desarrollar los dones de Dios en nosotros. La madurez, la plenitud y el verdadero valor de la vida cristiana brotan cuando no colocamos toda la existencia únicamente en un polo u otro, solo en la voluntad o solo en la afectividad, pues esto reduciría la vida humana a extremos, como si fuéramos prisioneros de una dualidad platónica, divididos entre cuerpo y alma, materia y espíritu, sin unidad interior.

Por eso, al hablar de los dones, llegamos naturalmente al tema de las virtudes. Porque son las virtudes las que educan nuestra inteligencia, nuestra voluntad y también nuestra afectividad, ayudándonos a ejercer la libertad en plenitud, para que los dones de Dios den frutos abundantes. Ahora, profundicemos justamente en ese camino: el de las virtudes.


La Virtud del Orden

La virtud del orden es una fuerza silenciosa, pero poderosísima. Cuida, pero también compensa. Hace que las cosas funcionen y, precisamente porque funcionan, trae alegría al corazón. El orden se opone directamente a la pereza y a la procrastinación, pues organiza la vida y crea armonía entre tareas, deberes y descanso. No se trata solo de un capricho externo o de una manía por la limpieza; es una estructura interior, rectitud, saber priorizar lo esencial.

“Guarda el orden, y el orden te guardará.” – San Agustín

Cuando vivimos en orden, todo en nuestra vida se orienta mejor, incluso nuestro tiempo. San Josemaría Escrivá fue un gran defensor de esta virtud, especialmente en lo que respecta al valor de las 24 horas del día. Decía que, si no conseguimos hacer todo en el tiempo que Dios nos da, es porque estamos desordenados en algún punto, ya sea en las prioridades, ya sea en los afectos. Al fin y al cabo, no es Dios quien debe adaptarse a nuestro tiempo; somos nosotros quienes debemos ordenarnos al tiempo de Dios y al ritmo del cosmos. Y, cuando estamos en orden, parece incluso que nuestro tiempo se multiplica.

Tomar gusto por la virtud hace que el orden se multiplique también en nuestra libertad. Empezamos a apreciar el orden cuando percibimos cómo todo encaja, cómo la vida fluye mejor y cómo incluso el alma descansa cuando hay armonía en las cosas pequeñas y grandes.


La Virtud de la Prudencia

La virtud de la prudencia es, ante todo, el autocontrol de uno mismo, para que no seamos marionetas de nuestro propio temperamento. Es ella la que nos hace verdaderamente libres, pues quien domina su temperamento se conquista a sí mismo. Alguien podría decir: “Soy colérico, y eso me da derecho a explotar.” Pero no es así. El verdadero coraje no está solo en enfrentar enemigos externos, sino, sobre todo, en tener la valentía de enfrentarse a uno mismo, frenar los impulsos desordenados y decidir actuar según la razón iluminada por el bien.

El Evangelio según San Mateo es un magnífico ejemplo de esta sabiduría y prudencia divina. San Mateo estructuró su Evangelio de manera que destacara milagros, parábolas y discursos de Jesús, algo que siempre ha fascinado a los exégetas. En el capítulo 13, reúne seis parábolas: la del sembrador, la de la cizaña y el trigo, el grano de mostaza, la levadura, el tesoro y la perla escondidos, y la parábola de la red. Todas ellas poseen, además de su carácter espiritual, una fuerte enseñanza moral, muy adecuada a la mentalidad de su tiempo.

Jesús, con sabiduría, se adaptaba a las costumbres y lenguajes de cada época, creando historias propias para enseñar verdades eternas. Tenemos, por ejemplo, la parábola del Hijo Pródigo o la alegoría del Buen Pastor, dos narraciones que han encantado no solo a teólogos, sino también a gigantes de la literatura mundial. Dante Alighieri, en su obra Convivio, escribió sobre la parábola del Hijo Pródigo:

“Tra tutte le parabole evangeliche, questa [del Figliuol prodigo] è singolare e sopra tutte maravigliosa.”
(“Entre todas las parábolas evangélicas, esta [del Hijo Pródigo] es singular y, sobre todas, maravillosa.” – Convivio, Tratado IV, Cap. XXVIII)

Hablando específicamente de la parábola de la cizaña y el trigo, narrada en Mateo 13, encontramos allí todo un plan divino de salvación. Cuando los siervos proponen arrancar inmediatamente la cizaña, actúan con buena voluntad, pero con poca prudencia. El Señor, sin embargo, con sabiduría, presenta otra solución: dejar crecer la cizaña junto con el trigo hasta el momento de la cosecha. En el mundo, hay trigo y hay cizaña. Ese dinamismo es precisamente lo que genera la vida. Muchas veces, nuestra mente, como la de los propios apóstoles, quiere resolverlo todo deprisa, eliminar pronto el mal, extirpar inmediatamente lo imperfecto. Pero Dios nos enseña a tener prudencia y paciencia, pues hay tiempos propios para cada cosa.

En nuestra vida, también sentimos muchas veces el deseo de realizar cosas grandiosas. No es raro que nos cansemos de la mediocridad y queramos llevar todo a la práctica. Esos no son propósitos falsos, sino verdaderas aspiraciones, y no toda ambición es mala. Existen ambiciones nobles, como desear llegar al Cielo o querer llevar a toda la familia allí. ¿Por qué un deseo tan elevado sería malo? Hay cosas buenas en nosotros y, al mismo tiempo, cosas malas. Este es el dinamismo de la vida: convivimos con pecados, vicios, debilidades e incoherencias, y muchos de nuestros sueños acaban quedando atrás.

No necesitamos ser astrónomos para apreciar la grandeza de las cosas. El bien más sofisticado de la creación es el propio ser humano. Sí, hay más propensión al bien en el hombre que en toda la creación. Podemos percibirlo en las artes, en la cultura, en la literatura, en la música, en las técnicas, en la salud, en la ingeniería, en las matemáticas y en todo aquello que eleva la vida y la dignidad humanas. Pero, por supuesto, también esas cosas pueden usarse para el mal. Por eso, es importante enseñar a las personas a ver el bien en la literatura, en el arte, en la escultura, pues cuando nuestra enseñanza eleva, hacemos mejor la vida de las personas.

La prudencia es precisamente eso: procurar que el bien crezca. Significa no irritarse al ver crecer el mal a nuestro alrededor. Eso no es indiferencia, sino realismo. Debemos acoger la vida con alegría, pues así manifestamos que nuestra existencia es contemplativa y llena de propósito. Necesitamos aprender a llevar las cosas de la vida con paciencia, porque nuestra vida es un proceso. Incluso una obra de arte lleva tiempo en hacerse y en corregir sus imperfecciones. Las dificultades no son muros infranqueables, sino simples escalones en la escalera del crecimiento.


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