Introducción
El relato de las bodas de Caná (Jn 2,1-11), en el que Jesús transforma el agua en vino, no es solo el registro del primer milagro de Cristo, sino la inauguración de una nueva etapa en la historia de la salvación. Juan lo llama “señal”, pues no se trata de un prodigio social para salvar una fiesta en riesgo, sino de una revelación teológica que condensa, en un gesto, el paso de la Antigua a la Nueva Alianza.
A primera vista, la narrativa es sencilla: tinajas de piedra llenas de agua, destinadas a la purificación ritual, se convierten en recipientes de vino excelente. Sin embargo, bajo ese acontecimiento concreto se esconde una clave hermenéutica de toda la economía de la salvación: el agua, símbolo de la Torá y de la Ley mosaica, necesaria pero insuficiente, es transfigurada en vino, símbolo de la alegría del amor y del pacto definitivo. Este artículo propone investigar ese simbolismo, mostrando cómo la tradición bíblica, el Talmud, el Midrash y la reflexión patrística convergen en la lectura de Caná como señal de la plenitud en Cristo, que no abroga la Ley, sino que la cumple y la eleva en el amor.
1. El agua como símbolo de la Torá
Desde los orígenes narrados en el Génesis, el agua es uno de los principales y más poderosos símbolos de la relación entre Dios y su pueblo. Fue sobre las aguas donde el Espíritu de Dios aleteó, inaugurando el orden de la creación; y fue también por medio de ellas que el propio Creador decidió corregir el rumbo del mundo, consumiendo a la humanidad en el diluvio, cuando el agua se convirtió en instrumento de juicio y de renovación.
Fue transformando las aguas en sangre como Dios trajo la primera señal de flagelo sobre Egipto y fue bajo el Mar Rojo donde el Creador separó a su pueblo. En el desierto, fue del agua que brotó de la roca de donde surgió vida en el corazón de la espiritualidad hebrea, cuando el pueblo sediento clamó, grabándose para siempre en la memoria de Israel la convicción de que sin agua no hay vida.
Así como sin la Torá no hay subsistencia espiritual, se hizo necesario un esfuerzo dialéctico para comprender que, sin una Ley capaz de distinguir las costumbres de ese pueblo, aún marcado por los vicios de la esclavitud en Egipto, de los hábitos de los demás pueblos del desierto, Israel se habría diluido culturalmente y desaparecido como nación. No es casual que los maestros del judaísmo hayan elegido el agua como metáfora privilegiada de la Ley mosaica.
La tradición bíblica y rabínica refuerza continuamente esa asociación, estableciendo un paralelismo esencial: así como el agua sacia, purifica y fecunda, también la Torá riega, renueva y vivifica el alma de Israel. El agua, por tanto, no es vista solo como un recurso natural, sino como imagen de la propia revelación divina en su función de sustento.
El Antiguo Testamento es el primer testimonio de esta imagen recurrente. El cántico de Moisés en Deuteronomio 32 presenta la doctrina divina como lluvia y rocío que descienden suavemente sobre la tierra. La metáfora es rica: la lluvia, esencial para la agricultura, es imprevisible y gratuita, como la revelación.
Isaías retoma el tema en la célebre invitación: “¡Todos los sedientos, venid a las aguas!” (Is 55,1). No se trata solo de una invitación material, sino espiritual: la sed de justicia y de sentido solo puede ser saciada en la Palabra de Dios. El profeta habla de aguas abundantes, disponibles para todos, sin precio, señal de que la Torá es don divino, no posesión humana. El paralelismo entre agua y Palabra se convierte, así, en punto de partida para toda la tradición exegética judía.
El testimonio de los rabinos refuerza además la dimensión ética de la metáfora. Así como el agua se distribuye sin acepción de personas, la Torá debe ser ofrecida a todos. Rabinos del siglo II ya decían que “así como no se puede vivir sin agua, no se puede vivir sin la Torá”. Esta universalidad será retomada en el Nuevo Testamento cuando Jesús proclama: “Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba” (Jn 7,37). La sed espiritual, antes saciada por la Torá, ahora encuentra en la persona de Cristo su cumplimiento. Gamaliel, como representante de la tradición farisea, sería testigo de que el agua de la Ley no se opone al agua viva prometida por Cristo, sino que conduce a ella.
2. El vino como símbolo de amor y alianza
Si el agua, en el imaginario bíblico y rabínico, está ligada al sustento y a la purificación, el vino, por su parte, asume el papel de símbolo de la alegría, del amor y de la alianza. La Escritura lo presenta no solo como bebida, sino como realidad cargada de sentido religioso y espiritual. El salmista alaba el don del vino que “alegra el corazón del hombre” (Sal 104,15), evidenciando que la creación no fue dada solo para la subsistencia, sino también para el júbilo. El Cantar de los Cantares eleva aún más el simbolismo, comparando el amor con la intensidad y el deleite del vino: “Más bueno es tu amor que el vino” (Ct 1,2). La metáfora aquí no disminuye el amor, antes lo engrandece, mostrando que incluso el vino, considerado la cumbre del placer humano, es insuficiente ante la grandeza del verdadero amor. Ya en el Éxodo, durante la confirmación de la alianza en el Sinaí, encontramos un detalle que no puede pasar desapercibido: los ancianos de Israel “vieron a Dios, y comieron y bebieron” (Ex 24,11). Se trata de un banquete sagrado que sella el pacto entre Dios y el pueblo, donde el alimento y, especialmente, el vino, se convierten en señal concreta de la comunión y del vínculo irrevocable.
La tradición judía acogió y profundizó este simbolismo. El Talmud, en el tratado Pesajim 109a, afirma de forma lapidaria: “No hay alegría sin vino”. La frase surge en el contexto de las cuatro copas del Séder de Pésaj, cada una cargada de significado teológico e histórico. El vino, allí, no es un mero accesorio festivo, sino elemento constitutivo de la celebración: cada copa recuerda una promesa de liberación, y beber es participar de la memoria viva del éxodo. La alegría, en ese caso, no es efímera; es la alegría de la libertad, de la alianza renovada en cada generación. En Berajot 35a, el Talmud explica que el vino exige una bendición especial, distinta de otros alimentos. El motivo es claro: el vino eleva lo cotidiano al nivel de lo sagrado, transforma el gesto común de beber en acto de reconocimiento de la bondad divina. Al bendecir el vino, el hombre reconoce que la vida no es solo supervivencia, sino vocación a la alegría y a la comunión.
El Midrash refuerza esta misma lectura. En Génesis Rabá 36:1, se hace eco de la enseñanza: “No hay alegría sin vino, como está escrito: ‘Y el vino alegra el corazón del hombre’”. La repetición de la fórmula muestra que, en la hermenéutica judía, el vino trasciende el plano material y se convierte en símbolo de la alegría espiritual, aquella que se manifiesta en las fiestas, en las bodas, en los convivios familiares y, sobre todo, en las alianzas. El vino sella pactos porque trae consigo una dimensión de permanencia: así como la vid necesita tiempo, cuidado y fidelidad para dar fruto, así también el pacto exige perseverancia y constancia.
En este horizonte, se comprende por qué los rabinos asociaron el vino con el amor y la fidelidad. El amor verdadero, como el buen vino, madura con el tiempo, guarda la memoria del cuidado y de la paciencia, y finalmente desborda en júbilo compartido. El vino no se bebe a solas: es siempre señal de mesa servida, de comunión establecida, de alianza sellada. No es casual que los ritos judíos, desde el Shabat hasta las grandes solemnidades, se abran con la bendición del cáliz, el Kiddush, en el cual se proclama la santificación del tiempo. El vino se vuelve, así, mediador visible del amor divino que se inscribe en la historia del pueblo.
El Nuevo Testamento heredará este legado y lo llevará a la plenitud. En las bodas de Caná, Jesús transforma el agua en vino (Jn 2,1-11), gesto que no es solo un milagro de abundancia, sino señal de la nueva alianza. El primer vino, limitado, se agota; el vino de Cristo es nuevo, abundante y superior. Con ese gesto, él manifiesta que la alegría del amor divino supera a la de la antigua alianza e inaugura un banquete nupcial eterno. Más tarde, en la Última Cena, Jesús tomará el cáliz y dirá: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre” (Lc 22,20). El vino pasa a significar, de modo supremo, la entrega amorosa de Cristo, que sella con su sangre la unión irrevocable entre Dios y la humanidad.
Los Padres de la Iglesia percibieron con profundidad este paso del símbolo judío al sacramento cristiano. San Ambrosio afirmaba que el vino de la Cena ya no es solo fruto de la vid, sino sangre del verdadero Esposo, dado en sacrificio por su esposa, la Iglesia. San Agustín, al comentar el Cantar de los Cantares, interpreta la comparación del amor con el vino como profecía de la caridad cristiana, más dulce y más duradera que cualquier placer terreno. Para él, el vino del amor humano apunta al vino eterno de la caridad divina. Santo Tomás de Aquino, retomando la tradición, dirá que el vino en la Cena es signo visible de la unión espiritual: al beber del mismo cáliz, los fieles son hechos un solo cuerpo, sellando la alianza no solo entre sí, sino con el propio Cristo.
Así, la dialéctica del agua y del vino se completa: el agua, símbolo de la Ley, purifica y prepara; el vino, símbolo del amor, consuma y sella la alianza. El judaísmo ya intuía esta dimensión sacramental al asociar el vino con la alegría y la fidelidad; el cristianismo, iluminado por el misterio pascual, reconoce en el cáliz eucarístico la forma suprema del amor, el pacto eterno entre Dios y la humanidad.
3. La señal de Caná: de la Ley al Amor
El episodio de las bodas de Caná, narrado en el Evangelio de Juan, no es solo el primer milagro público de Jesús, sino una señal cargada de significado teológico. Para comprender su profundidad, es necesario leerlo a la luz del simbolismo del agua y del vino en el contexto judío. Las seis tinajas de piedra destinadas a las purificaciones rituales contenían únicamente agua, símbolo de la Torá, de la Ley mosaica, indispensable para la vida espiritual de Israel, pero incapaz de ofrecer, por sí sola, la plenitud del amor divino. Al transformarla en vino, Jesús no desprecia el agua ni rechaza la Ley. La lleva a su consumación. La Nueva Alianza no nace de la negación de la Antigua, sino de su transfiguración: “No penséis que he venido a abolir la Ley, sino a cumplirla” (Mt 5,17).
Las tinajas de piedra, frías y destinadas a ritos exteriores, se convierten, por la acción de Cristo, en recipientes de vino nuevo, símbolo de la alegría nupcial y de la comunión definitiva entre Dios y su pueblo. El gesto es altamente simbólico: el agua, que purifica exteriormente, cede su lugar al vino, que es bebido e interiorizado, convirtiéndose en alegría compartida y señal de unión. San Agustín interpreta este paso como el movimiento de la letra a la caridad: la letra de la Ley, aunque verdadera, permanecía fría e incapaz de dar vida; el vino del Evangelio, en cambio, inflama los corazones con el amor. Santo Tomás de Aquino, por su parte, ve en esta señal la revelación de la pedagogía divina: la Ley preparaba al hombre para Cristo, pero era solo el inicio; en la Encarnación, la promesa se cumple en plenitud, pues “la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo” (Jn 1,17).
Este gesto inaugural en Caná también porta otra dimensión. El escenario no es casual: se trata de una fiesta de bodas, figura recurrente en la Escritura para expresar la alianza entre Dios y su pueblo. El vino nuevo que falta en la fiesta y que Cristo provee apunta a la alegría mesiánica de las nupcias definitivas entre Cristo y la Iglesia. El novio, en el relato, permanece silencioso, pues el verdadero Esposo es el propio Cristo, que se manifiesta como aquel que trae el vino abundante de la nueva alianza. La lectura patrística insistirá en este aspecto: la transformación del agua en vino es el anuncio velado de la Eucaristía, donde Cristo dará no solo vino, sino su propia sangre, sellando con amor irrevocable la unión con la humanidad.
Así, Caná es el punto de paso de la Ley al Amor, de la preparación a la plenitud. El agua, imagen de la Torá, es necesaria, pues prepara, purifica y sostiene; pero es el vino, imagen del amor y de la nueva alianza, el que consuma y da sentido. En Caná, Cristo no destruye el agua, sino que la transforma; no invalida la Ley, sino que la cumple; no extingue los ritos, sino que los eleva al nivel de la comunión definitiva. Este es el sentido más profundo del milagro: la alegría que desborda, la fiesta que no termina, la unión esponsal que inaugura la historia de la Iglesia como esposa del Cordero.
Agua (Torá/Ley): necesaria, pero insuficiente para la plenitud.
Vino (Amor/Alianza): señal de la alegría y de la comunión definitiva.
En Caná, Jesús no rechaza el agua (la Ley), sino que la transforma en vino, mostrando que la Nueva Alianza no es abolición, sino plenificación de la antigua: “No penséis que he venido a abolir la Ley, sino a cumplirla” (Mt 5,17).
Las tinajas de piedra, frías y vacías de alegría, se llenan ahora de vino abundante —símbolo de un amor que supera los rituales e introduce la comunión nupcial entre Cristo y la Iglesia.
4. La interpretación patrística
La lectura patrística de la señal de Caná confirma la interpretación que ve, en el milagro, una transición de la Ley a la Gracia, de la Antigua a la Nueva Alianza. Para los Padres de la Iglesia, nada en el Evangelio de Juan es casual: cada detalle porta un sentido simbólico profundo. El gesto de Cristo, al transformar el agua en vino, no es un prodigio aislado, sino una revelación de la economía divina, en la que lo antiguo es llevado a su plenitud en lo nuevo, y el ritual exterior da lugar a la comunión interior.
San Juan Crisóstomo, en sus Homilías sobre el Evangelio de Juan (Homilía XXI), destaca este aspecto de superación: “El Señor, al transformar el agua en vino, mostró que vino a traer algo mejor que lo que había antes: la gracia en lugar de la Ley, la verdad en lugar de las sombras”. Para el gran predicador de Antioquía, el agua no es despreciada, sino cumplida en su función preparatoria. La sombra da lugar a la realidad, la letra cede al Espíritu. El vino nuevo, abundante y excelente, simboliza la novedad radical del Evangelio, que no abroga, sino que supera en perfección aquello que la Ley solo prefiguraba.
San Agustín, en sus Tratados sobre el Evangelio de Juan (IX, 6), refuerza con su lenguaje típico de contraste y síntesis: “El agua representa al pueblo judío y la Ley; el vino, la gracia del Evangelio. Cristo convirtió el agua en vino, porque cambió la antigua observancia en alegría de la nueva alianza”. El obispo de Hipona insiste en que la transformación no significa rechazo. La Ley fue necesaria como agua que lava, pero su insuficiencia clamaba por algo mayor. El vino, entonces, se convierte en imagen de la verdadera alegría, de la caridad que inunda el corazón. Agustín ve en este paso una pedagogía divina: Dios educa al pueblo mediante la Ley, pero lo conduce a la madurez por la gracia.
San Beda, el Venerable, en sus Homilías sobre los Evangelios, presenta la misma línea de interpretación con la claridad propia de los maestros monásticos: “El agua destinada a la purificación de los judíos es transformada en vino, porque la Ley que preparaba para Cristo es convertida en gracia de amor por su venida”. Para Beda, la pedagogía de la purificación exterior tenía sentido como prenuncio, pero, ante la encarnación del Verbo, es transfigurada en experiencia de amor. El cambio del agua en vino es, por tanto, sacramento del cambio del tiempo: la Antigua Alianza cede su lugar a la Nueva, que ya no se funda en prescripciones, sino en la entrega amorosa de Cristo.
Los Padres de la Iglesia, al unísono, interpretan Caná como señal sacramental del paso de la Antigua a la Nueva Alianza. No se trata de ruptura, sino de plenitud: lo que era preparación ahora es consumación; lo que era figura se vuelve realidad; lo que era rito se torna comunión. El agua no es negada, sino transformada. La Ley no es abolida, sino elevada. Y el vino nuevo que desborda anuncia que la historia de la salvación ha alcanzado su punto culminante con la venida del Esposo, cuya alianza con la humanidad ya no se fundamenta en prescripciones externas, sino en el amor derramado en plenitud.
Padres de la Iglesia que confirman esta lectura. Entre ellos:
San Juan Crisóstomo (Homilías sobre Juan, Homilía XXI): “El Señor, al transformar el agua en vino, mostró que vino a traer algo mejor que lo que había antes: la gracia en lugar de la Ley, la verdad en lugar de las sombras.”
San Agustín (Tratados sobre el Evangelio de Juan, IX, 6): “El agua representa al pueblo judío y la Ley; el vino, la gracia del Evangelio. Cristo convirtió el agua en vino, porque cambió la antigua observancia en alegría de la nueva alianza.”
San Beda, el Venerable (Homilías sobre los Evangelios): “El agua destinada a la purificación de los judíos es transformada en vino, porque la Ley que preparaba para Cristo es convertida en gracia de amor por su venida.”
Fuentes Bibliográficas
Fuentes Bíblicas
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Tradición Judía
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BEDA, el Venerable. Homilías sobre los Evangelios. Trad. José Eduardo Borges de Pinho. Lisboa: Paulus, 2001.
CRISÓSTOMO, Juan. Homilías sobre el Evangelio de San Juan. En: Obras Completas de San Juan Crisóstomo. Trad. Eusébio Macário de Faria. Braga: Tipografia de Domingos Gonçalves Gouveia, 1872.
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Contexto Histórico-Rabínico
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