En el Origen del Ser: La Creación como Llamado a la Plenitud

En el corazón de la reflexión filosófica y teológica se encuentra una pregunta tan simple como decisiva: ¿qué es algo en su esencia? Cuando preguntamos qué es el ser humano, o qué significa ser imagen de Dios, estamos formulando preguntas ontológicas, es decir, preguntas sobre el ser, sobre la naturaleza profunda de las cosas, incluso antes de cualquier acción, función o comportamiento.

La ontología, en términos simples, es el estudio del ser en cuanto ser. A diferencia de la moral, que nos orienta sobre lo que debemos hacer, la ontología busca comprender lo que somos. Preguntar “¿Debo ser bueno?” es una cuestión ética. Preguntar “¿Qué es la bondad?” o “¿Qué significa ser bueno?” ya nos introduce en el campo ontológico. Esta distinción es esencial para la teología cristiana, pues se refiere no solo al comportamiento humano, sino a la identidad de la criatura ante su Creador.

En el contexto de la fe cristiana, esta cuestión se vuelve aún más radical: Dios no solo hace el bien, Él es el Bien. Su esencia es la perfección misma. Decir que Dios es ontológicamente perfecto significa reconocer que en Él no hay separación entre ser y actuar, entre esencia y existencia. Él es el Ser absoluto, eterno, necesario. Todo lo que existe fuera de Él, existe de forma participada, dependiente, contingente.

Es dentro de esta perspectiva que San Agustín desarrolla su teología del ser. En su lectura del Génesis, Agustín observa que el alma, mientras no se vuelva hacia Dios, permanece en un estado de “tinieblas”. Esa oscuridad no es meramente moral, sino ontológica. El alma existe, sí, pero su existencia está como “disminuida”, incompleta, carente de luz y de forma. Él llama a esto informidad ontológica — la ausencia de plenitud en el ser del alma que aún no ha reencontrado su origen.

Para Agustín, el mal no es una sustancia, no es un “algo” creado. El mal es, ontológicamente, una privación del bien, una ausencia, una falta de orden, de belleza, de forma. Esto significa que el pecado no “añade” nada al ser, sino que lo desfigura. Un corazón endurecido no posee una nueva sustancia, sino que ha perdido algo que lo hacía más plenamente humano. El ser, por tanto, no es estático, sino algo que se intensifica cuanto más la criatura se une a Dios, fuente del Ser.

Este pensamiento se expresa con claridad en sus Confesiones, cuando afirma: “Si existimos, es porque fuimos creados. Si fuimos creados, fue por el Ser que es en Sí mismo.” La criatura no posee el ser por sí sola — lo recibe, lo participa. Y su mayor dignidad consiste precisamente en reconocer esta dependencia, en volverse hacia la fuente que la sostiene. El alma, al alejarse de Dios, no se convierte en otra cosa, simplemente se vuelve menos de lo que fue llamada a ser.

Con esto, la ontología cristiana nos invita a pensar la conversión no solo como un ajuste moral, sino como un retorno ontológico. Convertirse es reencontrar la plenitud del ser. No basta con existir, es necesario ser plenamente, y eso solo ocurre en la luz de Dios. Así, la teología del ser, en Agustín, nos enseña que la vida espiritual es un éxodo interior: del caos a la forma, de las tinieblas a la luz, de la existencia fragmentada a la unión con el Ser absoluto.

Esta es la verdadera vocación del hombre: no solo actuar bien, sino ser bueno, ser íntegro, verdadero e iluminado, porque está unido a Aquel que es, por esencia, el Bien.
A lo largo de su obra De Genesi ad litteram, San Agustín no se limita a comentar versículos del Génesis — está construyendo un edificio teológico que combina exégesis, metafísica y espiritualidad. Al interpretar los primeros versículos de la Escritura, Agustín propone más que una lectura simbólica: ofrece una verdadera ontología de la creación. Es decir, nos enseña que el Génesis habla, por encima de todo, sobre el ser, sobre lo que significa existir a la luz de Dios.

En el primer párrafo de su obra, San Agustín llama la atención sobre la forma en que debemos leer la Escritura. La Biblia no es un mero registro cronológico de acontecimientos antiguos. Es Palabra viva, que nos forma en el tiempo pero que se arraiga en la eternidad. Por eso, debe leerse en múltiples niveles: literal, moral, alegórico y anagógico. Los hechos narrados contienen figuras, y esas figuras señalan realidades eternas. Este enfoque no relativiza el texto; al contrario, lo hace más verdadero. La Escritura, para Agustín, no revela solamente lo que ocurrió, sino lo que es, y cómo es, en el sentido más profundo del ser.

Esta clave interpretativa nos lleva al segundo párrafo, donde Agustín interroga la densidad teológica de la expresión “En el principio”. Se pregunta: ¿se refiere al inicio del tiempo o al Verbo eterno, como afirma Juan 1,1? Y más profundamente aún: ¿cómo puede el Dios inmutable, que es el mismo ayer, hoy y siempre, dar origen a lo que cambia, a lo que se transforma, a lo que tiene comienzo? Aquí Agustín toca el corazón de la metafísica cristiana: Dios es el Ser absoluto, eterno, pleno, y todo lo que existe, existe porque participa de su Ser. La creación, por tanto, no es una necesidad en Dios, sino un don gratuito. El tiempo comienza con el mundo, pero el “principio” de todo está en el Verbo: eterno, inmutable, fuente de toda luz y de todo orden.

Este principio eterno ilumina también el tercer párrafo, en el cual Agustín se vuelve hacia la condición de las criaturas. Propone que el “cielo” mencionado en el Génesis puede simbolizar a la criatura espiritual —los ángeles—, mientras que la “tierra” representa la materia corporal aún informe. Pero va más allá: plantea la hipótesis de que ambas, la espiritual y la corporal, estaban “en tinieblas”, no porque fueran malas, sino porque aún no se habían vuelto plenamente hacia Dios. Esta condición inicial es una “informidad ontológica”, un estado de existencia todavía incompleta, carente de luz, forma y plenitud.

Aquí se revela el punto más profundo de la antropología teológica agustiniana: el alma solo encuentra su plenitud cuando se orienta hacia Dios. Fuera de Él, permanece en un estado de abismo — existe, pero no en el sentido pleno del ser. El pecado, en este contexto, no es una sustancia, sino una privación. No añade nada al ser, simplemente lo desfigura, como la sombra que solo existe por la ausencia de luz.

Santo Tomás de Aquino, siglos más tarde, organizará y profundizará esta estructura ontológica con precisión metafísica. Para Tomás, el ser —esse— es el acto más fundamental de todo lo que existe. Distingue entre esencia (lo que algo es) y existencia (el hecho de que algo es). Solo en Dios estas dos realidades coinciden perfectamente: en Él, ser y esencia son lo mismo. Todas las criaturas, por diversas que sean —desde una piedra hasta un ángel—, participan del ser porque reciben ese don de Dios. Él es el Actus Essendi, el Acto Puro de Ser, y todo lo que existe, lo hace por participación.

Esta comprensión repercute directamente en la dignidad humana. Para Tomás, el ser humano no tiene valor por su utilidad, sino por su naturaleza: es imagen de Dios porque es capaz de conocer la verdad y amar libremente. Esta capacidad de conocer y amar no es solo una función psicológica, sino una marca ontológica. Incluso un bebé en el vientre materno, que aún no ha hablado ni ha pensado conscientemente, ya es una persona. Su dignidad radica en lo que es, no en lo que aún podrá hacer.

La teología contemporánea —especialmente con autores como Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)— reconoce que la crisis moderna es, en el fondo, una crisis del ser. Cuando el ser humano deja de preguntarse qué es, también pierde el sentido de cómo actuar, de por qué vivir, de hacia dónde ir. El olvido de la ontología conduce al relativismo moral, a la disolución de la identidad y a la pérdida del sentido último de la existencia. Por eso, volver a la ontología, al fundamento del ser, es también volver a la verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre la creación.

Todo esto nos ayuda a comprender por qué Agustín insiste tanto en la lectura espiritual del Génesis. Cuando habla de la tierra “informe y vacía”, cubierta de tinieblas, nos está diciendo más que el estado inicial del universo: nos está revelando la condición del alma que aún no ha sido iluminada. La conversión, en este contexto, no es solo un cambio moral, sino un retorno ontológico a la fuente del ser. Es el alma dejando de ser sombra para volverse luz — no por mérito propio, sino por gracia recibida. Dios crea el alma, pero la forma en que participa de la luz depende de la apertura que ella ofrece al Creador.

Por eso, la lectura del Génesis que propone Agustín es, al mismo tiempo, cósmica y personal. Habla del universo, pero también del alma. Habla del tiempo, pero también de la eternidad. Habla de la creación del mundo, pero sobre todo de la recreación del hombre. Al unir a Agustín, Tomás de Aquino y la tradición teológica viva de la Iglesia, comprendemos que la Escritura nos conduce a una verdad fundamental: solo Dios es por Sí mismo. Y todo lo demás solo es verdaderamenteen la medida en que vuelve hacia Él.

En resumen, la Biblia —y especialmente el Génesis— no nos revela únicamente lo que ocurrió, sino lo que es, cómo es y por qué es. Nos enseña que la creación es un acto continuo de amor, que el ser es un don, y que la vida espiritual es un proceso de formación ontológica: de las tinieblas a la luz, del abismo a la plenitud, de la existencia a la comunión.


La antología de la Creación Divina
Ensayo basado en los capítulos 1 y 2 del libro De Genesi ad litteram de San Agustín. Ideal para una mejor comprensión del tema de la creación, según el Catecismo de la Iglesia Católica.