Ensayo basado en los Capítulos 1 y 2 del libro De Genesi ad litteram, de san Agustín. Ideas para comprender mejor el tema de la creación, conforme al Catecismo de la Iglesia Católica.
En la catequesis, al introducir el tema de la interpretación de las Escrituras, es fundamental comenzar con una clave segura, sólida y arraigada en la Tradición de la Iglesia. San Agustín, en su obra De Genesi ad litteram, ofrece exactamente ese punto de partida al afirmar que la Sagrada Escritura está compuesta de “cosas nuevas y viejas”, en clara referencia al pasaje de Mateo 13,52: «Todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es como un padre de familia que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas». Con ello, Agustín no solo reconoce la continuidad entre Antiguo y Nuevo Testamento, sino que nos recuerda que la Biblia no puede leerse con superficialidad ni como un simple relato lineal de hechos pasados.
La Escritura es viva, multiforme, y exige del lector no solo atención intelectual, sino sobre todo apertura espiritual. Agustín propone que hay varios niveles de lectura en la Biblia: el nivel eterno, que nos remite a la realidad divina inmutable; el nivel histórico, que trata de los acontecimientos narrados; el nivel profético, que anticipa realidades futuras; y el nivel moral, que nos exhorta a la conversión y a la práctica de la virtud. Este enfoque nos invita a percibir que el texto sagrado es como una ventana que se abre no solo al pasado, sino también al presente y al futuro, así como al alma del propio lector. Por eso Agustín advierte: incluso los hechos aparentemente históricos deben examinarse en cuanto a su simbología, pues muchas veces son signo de una realidad más profunda y oculta.
La lectura que san Pablo hace del Génesis es un ejemplo emblemático. Al comentar el versículo «los dos serán una sola carne» (Gn 2,24), Pablo ve en esa unión entre hombre y mujer un misterio que atañe a Cristo y a la Iglesia (cf. Ef 5,32). Esto muestra que la Escritura habla de realidades humanas y visibles, pero lleva en sí la verdad última del plan salvífico de Dios. Así, no basta simplemente “leer”; es preciso “discernir”, “contemplar” y “rezar” la Palabra, a fin de no quedarnos en la superficie de la letra, sino sumergirnos en el espíritu que la anima.
Esta visión es reforzada por otros grandes doctores de la Iglesia. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, al tratar de los sentidos de la Escritura en la Suma Teológica (I, q.1, a.10), sistematiza lo que llamamos los cuatro sentidos de la Escritura: el literal, el alegórico, el moral y el anagógico. Para él, todo sentido espiritual está fundamentado en el literal, pero Dios, en su sabiduría, puede haber intencionado diversos niveles de sentido en un mismo texto. No es invención del intérprete, sino desvelamiento de una riqueza que ya está en la Palabra, esperando ser descubierta por corazones atentos.
San Gregorio Magno profundiza esta idea al afirmar que «la Escritura crece con quienes la leen». Se trata de un crecimiento no del texto, sino del lector: cuanto más maduramos en la fe, más capaces somos de penetrar en los misterios de la Revelación. Y aunque Orígenes, en los inicios de la Patrística, haya enfatizado el sentido alegórico —por veces en detrimento del literal—, Agustín nos muestra que la verdadera interpretación debe buscar el equilibrio. Reconoce que el lenguaje bíblico usa imágenes y figuras, pero insiste en que esas figuras no son meras fantasías simbólicas, sino manifestaciones de la verdad eterna que se encarna en la historia.
Por lo tanto, al catequizar, debemos transmitir a los fieles este sentido de reverencia ante la Escritura. No es un libro cualquiera, ni un compendio moralista. Es Palabra viva, salida de la boca de Dios, capaz de transformar a quien la escucha con fe. Agustín, como maestro de la interioridad, nos enseña a leer con los ojos del alma, a meditar con el corazón y a buscar, detrás de cada palabra, al Verbo eterno que la sostiene. Cada pasaje del Génesis, cada narración, cada genealogía es, para quien cree, una vía para contemplar el misterio de Dios, que habla al hombre no de forma abstracta, sino a través del tiempo, de la carne y de la historia.
Este modo de lectura, a la vez espiritual y racional, es un verdadero camino de discipulado. Pues quien aprende a leer la Escritura con profundidad aprende también a escuchar a Dios en todos los acontecimientos de la vida. Así, como dice san Jerónimo, ignorar las Escrituras es ignorar al mismo Cristo. Y como nos recuerda Agustín, es necesario que el corazón del lector sea transformado por la Palabra, para que no solo comprenda la Escritura, sino que sea leído y santificado por ella. Esa es la misión de la catequesis: formar corazones que lean la Palabra con inteligencia, humildad y amor.
En el principio, Dios creó el cielo y la tierra
La interpretación del primer versículo del Génesis, «En el principio, Dios creó el cielo y la tierra», es uno de los puntos más delicados y ricos de la teología bíblica. San Agustín, en De Genesi ad litteram, no se contenta con una lectura superficial o meramente cronológica. Interroga la propia densidad teológica y metafísica de esa frase inaugural, planteando una serie de cuestiones que sobrepasan el campo de la exégesis para adentrarse en el de la filosofía primera: ¿Qué es “principio”? ¿Cuándo comienza el tiempo? ¿Qué es cielo y qué es tierra? ¿Cómo puede el Dios inmutable dar inicio a una creación mudable?
La primera provocación se centra en el término “en el principio”. Podría referirse simplemente al inicio del tiempo o, más profundamente, al “Principio” que es el propio Verbo eterno de Dios, conforme a Juan 1,1: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios». Esta posibilidad de interpretación abre una dimensión cristológica ya en el primer versículo de la Escritura, mostrando que Cristo, el Logos, no es una realidad posterior o accesoria, sino que está desde el inicio, presente en el origen de todas las cosas. Si el mundo fue creado en el Verbo, entonces el cosmos tiene ya, en su estructura, una forma de inteligibilidad, una ordenación, una racionalidad que apunta a Cristo.
Este modo de lectura, más simbólico y filosófico, se refuerza también en san Atanasio, al combatir a los arrianos. Insiste en que el “Principio” es el Verbo eterno y no una criatura. La creación, por tanto, surge por medio del Verbo, lo que confirma la coeternidad del Hijo con el Padre. San Basilio Magno prefiere mantenerse más próximo al texto, interpretando “principio” como inicio cronológico, sin ignorar la profundidad espiritual que puede coexistir con esta lectura más directa. Ambos sentidos, por cierto, no se excluyen. Como enseña santo Tomás de Aquino, la Escritura es lo suficientemente rica como para contener simultáneamente niveles distintos de significado. Tomás admite que “en el principio” puede significar tanto el inicio del tiempo creado como el Verbo por quien todo fue hecho, sin que haya contradicción. La verdad de la fe puede manifestarse en varias capas del mismo texto.
La Inmutabilidad Divina
Otra gran cuestión abordada por Agustín es la de la inmutabilidad divina. ¿Cómo puede un Dios eterno, que no sufre variaciones, realizar algo nuevo, es decir, crear? Esta es una inquietud antigua de la filosofía y de la teología. Agustín responde afirmando que Dios actúa fuera del tiempo y que su acción creadora no implica cambio en Él, sino solo en los efectos producidos. Dios crea sin dejar de ser quien es. Santo Tomás, en la misma línea, recurre a la analogía del sol: calienta, derrite la cera, endurece el barro y, sin embargo, permanece el mismo. El hecho de causar efectos variados no implica cambio en el agente. Se trata de un obrar puro, que realiza sin alterarse. Esta doctrina es central para comprender cómo la creación no disminuye a Dios ni lo ata al tiempo que Él mismo instauró.
Finalmente, Agustín nos propone una lectura más abierta de las expresiones “cielo y tierra”. ¿Serían solo los elementos físicos del cosmos? ¿O podrían indicar también realidades espirituales? ¿El cielo, quizá, como símbolo del mundo angélico; la tierra, como el mundo sensible? Aquí vemos una apertura a la tradición simbólica, en la cual la Escritura señala dimensiones que no son visibles inmediatamente a la mirada literal.
San Ireneo de Lyon, uno de los primeros teólogos en sistematizar la fe cristiana contra las herejías, reconoce esa dualidad entre lo visible y lo invisible en la creación. Para él, cielo y tierra pueden representar tanto a las criaturas materiales como a las espirituales, abriendo camino a la lectura de que el Génesis, ya en su primera línea, describe toda la estructura de la creación: visible e invisible, cuerpo y espíritu.
Esta pluralidad de interpretaciones, lejos de generar confusión, muestra la riqueza inagotable de la Palabra de Dios. La Biblia no habla solo al intelecto; interpela al alma. La tradición patrística nos enseña que, cuanto más nos acercamos a la Palabra con humildad y fe, más se revela, como un velo que se afina poco a poco ante el corazón que busca. Agustín, con su genio contemplativo y filosófico, nos invita a no reducir la Escritura a un manual histórico o científico, sino a leerla con los ojos de la fe y de la razón, buscando el sentido último que desea comunicar: a Dios mismo.
Así, al introducir este pasaje en una clase de catequesis, despertamos no solo la curiosidad intelectual, sino la reverencia. “En el principio” no es una fecha en el calendario: es una puerta abierta al misterio. Cielo y tierra no son solo objetos de la creación: son símbolos de la totalidad del ser. Y Dios, que todo lo creó, permanece sereno, pleno, perfecto. Es el mismo ayer, hoy y siempre, y nos habla, desde el primer versículo, con la voz del Verbo, que sigue resonando en cada corazón que desea oír.
El cielo y la tierra como realidades espirituales y corporales
En la lectura que san Agustín hace del Génesis, especialmente en lo que respecta al versículo que describe el estado inicial de la creación —«la tierra era invisible y vacía, y las tinieblas cubrían el abismo»—, hay un esfuerzo deliberado por trascender la mera literalidad y penetrar en los sentidos más profundos del texto sagrado. Agustín, fiel a su método contemplativo y a su genio filosófico-teológico, busca en este pasaje una clave para comprender la condición original no solo del mundo físico, sino de la propia criatura espiritual ante Dios. Para él, el “cielo” y la “tierra” no son solo los elementos visibles de la creación, sino símbolos de la creación espiritual y corporal, respectivamente.
Los ángeles
Al sugerir que el “cielo” representa a las criaturas espirituales, los ángeles, Agustín propone que estos fueron creados ya perfectos e iluminados, pues el cielo, en la tradición bíblica, está asociado a la elevación y a la presencia luminosa de Dios. Por otro lado, la “tierra” aparece como una realidad aún informe, desordenada, cubierta de tinieblas. En ese dualismo simbólico ve una metáfora del estado inicial de la creación: por un lado, el espíritu que, al volverse hacia Dios, participa de la luz; por otro, la materia bruta o el alma aún no formada, que vive en la oscuridad. Agustín, por tanto, no habla solo de la materia cósmica, sino también del alma humana, del espíritu creado que aún no ha sido convertido a la luz divina.
Aquí se inserta una de las ideas más destacadas del pensamiento agustiniano: la noción de que el mal no posee sustancia propia, sino que es ausencia de bien —privatio boni. El “abismo” cubierto de tinieblas simbolizaría, entonces, esa ausencia de forma, de dirección, de luz. Sería el estado de cualquier criatura que, por no estar orientada a Dios, vive en la oscuridad. Esta lectura no niega la creación como buena, pero reconoce que la perfección plena de la criatura depende de su unión con el Creador. Crear algo “informe” no es crear algo malo, sino algo aún en proceso de plenitud, que solo se realiza cuando es iluminado y ordenado por el Bien supremo, que es Dios.
Santo Tomás de Aquino, más sistemático, acoge la idea de la materia informe como un estadio real de la creación, pero separa con mayor claridad la realidad espiritual (los ángeles) de la corporal. No considera que los ángeles puedan ser “tenebrosos” en su origen, pues, según él, fueron creados directamente en la luz. Aun así, concuerda en que la materia visible, antes de recibir forma, era “invisible” y “vaga”, retomando el texto de Génesis 1,2. Tomás, por tanto, preserva la integridad de la creación y la separación entre espíritu y materia, pero no avanza tanto en la lectura simbólica del “abismo” como lo hace Agustín.
San Basilio Magno permanece en una línea más literal, centrándose en el aspecto físico del cosmos. Para él, la tierra sin forma es la materia primitiva que será modelada por Dios en los días subsecuentes de la creación. La oscuridad sobre el abismo es, ante todo, ausencia de luz natural, aún no creada. Basilio evita alegorías más profundas, temiendo caer en visiones gnósticas que desvaloricen el mundo material —una preocupación legítima en un tiempo en que herejías dualistas aún circulaban con fuerza—.
Orígenes, por otro lado, ofrece una lectura notablemente cercana a la de Agustín. Al interpretar la “tierra informe” y el “abismo” como imágenes del alma humana aún no convertida, anticipa la comprensión de que el Génesis habla tanto de la creación del mundo como de la dinámica interior del alma. Para él, la profundidad del “abismo” es el corazón humano, que necesita ser iluminado por la Palabra de Dios. Aunque sus obras fueron objeto de críticas posteriores, este enfoque inspiró a Agustín a unir mística y exégesis de modo fecundo.
También san Gregorio de Nisa, con su sensibilidad filosófica y espiritual, considera que la creación camina de la imperfección a la perfección. Ve en el alma humana el espejo de ese dinamismo: solo se vuelve luz cuando se orienta hacia Dios. Así como el mundo fue llamado del desorden al orden, también el alma es llamada de las tinieblas a la luz. Ese trayecto —del caos a la armonía, del abismo a la contemplación— es, para Gregorio, el drama de la creación entera y de cada hombre en particular.
Todos fuimos creados para la luz
A la luz de estas enseñanzas, vemos que el Génesis no es solo el relato de los orígenes del universo, sino también un espejo del alma humana. Todos nacemos con un “abismo” interior, una profundidad que solo encuentra sentido y forma cuando se vuelve hacia la luz divina. La conversión es, por tanto, la verdadera creación del hombre. Y el bautismo, sacramento de esta nueva creación, es el momento en que el Espíritu planea sobre el abismo y disipa las tinieblas.
Agustín, más que interpretar el texto, nos invita a un reencuentro con el sentido último de la existencia: fuimos creados para la luz. Y cada vez que nos alejamos de ella, retornamos al abismo. Por eso, la catequesis necesita formar lectores de la Palabra que no se queden en la superficie de la letra, sino que se sumerjan en la profundidad del Verbo. Pues allí, en el comienzo de todo, ya resuena la invitación eterna: «Fiat lux» (Hágase la luz). Y la luz sigue haciéndose cada vez que alguien se vuelve hacia Dios.
En este punto de la reflexión, san Agustín va más allá de la exégesis literal y propone una verdadera antropología espiritual y una metafísica de la conversión. Para él, todo aquello que no se vuelve hacia Dios permanece inevitablemente en tinieblas. La creación no es solo un acto pasado, sino un movimiento continuo de salida de la nada hacia la luz del Ser. La luz, sea física o espiritual, no es impuesta por Dios de forma automática; se recibe en la medida en que hay apertura interior, disposición, conversión. Esto vale tanto para los ángeles, que fueron creados con libertad y algunos se cerraron a la luz, como para los hombres, cuya alma es ese “abismo” que solo se ilumina cuando se eleva hacia el Bien supremo.
La lectura que Agustín propone del Génesis, por tanto, es teológicamente rica porque sobrepasa los hechos y alcanza los principios. La Escritura, en su visión, no nos cuenta solo lo que Dios hizo, sino cómo actúa y sigue actuando. Revela patrones, estructuras espirituales que permanecen operantes en la historia de la salvación y en el alma de cada creyente. Por eso debe leerse en múltiples niveles —literal, moral, alegórico, anagógico—, pues su verdad no está presa del pasado. Es luz que se enciende siempre que se la lee con fe y humildad. Así, la Palabra de Dios se convierte en el lugar donde Dios sigue creando, ordenando e iluminando —no solo el mundo, sino también el corazón humano—.
¡Y Dios dijo: «Hágase la luz»!
El lenguaje de la creación, tal como aparece en los primeros versículos del Génesis, es a la vez sencillo y (muy) profundo. Cuando leemos «Dijo Dios: Hágase la luz», somos tentados a imaginar un sonido resonando en el vacío, como si Dios hubiera pronunciado palabras semejantes a las humanas. Sin embargo, como muestra san Agustín en su De Genesi ad litteram, esa concepción es inadecuada. La palabra divina no es sonido ni acto sucesivo. Es una acción eterna, interior al mismo Dios, realizada en el Verbo y, por ello, no sujeta al tiempo.
Agustín plantea cuestiones centrales que revelan su sensibilidad metafísica: si Dios dijo «hágase la luz», ¿esa “palabra” aconteció en el tiempo o en la eternidad? Y si la luz fue creada por medio de una orden, ¿a quién se dio esa orden? ¿A una criatura intermedia? Pero, en ese caso, esa criatura ya existiría antes que la luz, lo que contradice la idea de que la luz es la primera creación. El santo obispo responde, con gran profundidad, que la “palabra” de Dios no debe comprenderse como una emisión sonora, sino como una intuición eterna y creadora, inseparable del Verbo, el Logos, por quien todas las cosas fueron hechas (cf. Jn 1,1-3). Así, el “hágase” no es un cambio en Dios, sino una expresión de su querer eterno, que produce efecto en el tiempo sin que Él mismo entre en la sucesión.
Esta concepción encuentra respaldo en toda la tradición de la Iglesia. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, reafirma que el “decir” de Dios equivale a causar el ser. En su Suma Teológica explica que Dios no “dice” mediante sonido o sucesión, sino que su palabra es el mismo Verbo y que, al “decir”, realiza. La Palabra divina es creadora y su acción es ontológica: lo que es dicho pasa a ser. Para Boecio, la eternidad es «la posesión total, simultánea y perfecta de una vida sin fin», definición que refuerza la idea de que el “hágase” de Dios pertenece a ese plano eterno y no al flujo temporal en el que nos encontramos.
Esta comprensión de la palabra divina nos lleva a un segundo punto importante: ¿qué es esa “luz” creada? ¿Se trata de una luz corporal o espiritual? Agustín, con su habitual apertura simbólica, admite ambas posibilidades. Por un lado, la luz puede ser la materia luminosa primaria, creada incluso antes del sol, como sugiere santo Tomás de Aquino. Pero, en otro sentido más elevado, esa luz puede ser la propia iluminación de la criatura espiritual —los ángeles— en el momento en que, al volverse hacia Dios, recibieron el ser en plenitud. La conversión de los ángeles a la luz divina sería, así, el verdadero «hágase la luz»: la criatura espiritual, creada para la verdad, volviéndose a la fuente de su ser.
Esta lectura tiene profundas implicaciones. Agustín nos muestra que la creación no es solo física, sino espiritual y ontológica. La luz no es únicamente el primer fenómeno del cosmos; es el signo del orden, de la forma, de la plenitud que viene de Dios. Ser iluminado, en el vocabulario agustiniano, es participar del ser. El alma, como vimos anteriormente, solo “es” verdaderamente en la medida en que está unida al Bien. Del mismo modo que la primera luz no depende de un sol visible, sino de un mandato eterno en el Verbo, también el alma no depende solo de condiciones externas, sino de su orientación interior al Creador.
¿Y por qué, entonces, no se dice «hágase el cielo y la tierra»? ¿Por qué esta expresión se reserva a la luz y a otros elementos posteriores? Agustín observa esa diferencia estilística en la narración y sugiere que “cielo y tierra”, en el versículo inicial, funcionan como un título general de la creación. Representan, respectivamente, lo espiritual y lo material. A partir de ese punto, el autor sagrado detalla la obra creadora con las expresiones «Dijo Dios…», mostrando el modo en que Dios da forma y orden a las criaturas. El “hágase”, por lo tanto, es la expresión de la inteligibilidad divina que estructura el mundo de manera ordenada y gradual, no por necesidad, sino por libre y amoroso despliegue del Ser eterno.
La ontología que subyace a estos versículos es clara: Dios no crea por partes ni por etapas en sí mismo, sino que manifiesta su voluntad de forma inteligible y progresiva a la criatura temporal. Él no piensa sucesivamente, sino que conoce todo eternamente, en un único acto. La creación, por su parte, es participación, y esa participación no es solo física o funcional, sino existencial. Iluminarse en Dios es recibir el ser en plenitud; permanecer en tinieblas es vivir de modo disminuido, en estado informe.
Lo que Agustín nos propone, por tanto, es una relectura espiritual del Génesis que no prescinde del texto literal, pero lo supera en profundidad. La luz, el Verbo, el decir divino: todo ello nos señala una realidad que trasciende lo sensible y nos conduce a la verdad del ser. La criatura no solo es hecha: es llamada a la luz. Y esa luz no es un mero destello cósmico, sino la claridad misma del ser que emana de Dios y que colma a la criatura en la medida en que se abre a la comunión con su Creador.
Esta lectura tiene valor no solo teológico, sino profundamente espiritual y existencial. Cada vez que el alma se vuelve hacia Dios, oye de nuevo el «hágase la luz» en su interior. La conversión, como ya indicamos, es una obra creadora: Dios continúa diciendo «hágase» sobre nosotros, y dejamos de ser sombra para convertirnos en reflejo de la Luz. La creación, por tanto, no es solo un acontecimiento pasado, sino una llamada constante a existir plenamente, a imagen del Verbo. En esa llamada oímos el eco eterno de la voz divina: «Haya luz», y que se haga en nosotros.