La Mujer Pecadora en Lucas 7,36–50: Entre el Estigma Social y la Restauración de la Dignidad en Cristo

Introducción

Entre las muchas escenas que los Evangelios nos han legado, Lucas 7,36–50 ofrece una reflexión bella y profunda sobre el paso de Jesús por este mundo y su modo de enseñar. Allí encontramos a Jesús, huésped en casa de un fariseo, sorprendido por la entrada de una mujer identificada solo como pecadora de la ciudad. Sin nombre, sin rostro social, sin familia que la proteja, esta mujer se atreve a cruzar el espacio reservado a hombres y fariseos para postrarse a los pies del Maestro. Entre lágrimas, ungüento y cabellos sueltos, realiza un gesto escandaloso para su cultura y, a la vez, profundamente revelador para la teología cristiana: se entrega por completo a Cristo y recibe de Él la palabra que le devuelve vida, identidad y paz: «Tu fe te ha salvado; vete en paz» (Lc 7,50).

Este episodio suscita una serie de preguntas: ¿quién era esta mujer?, ¿por qué se la llama solamente «pecadora»?, ¿qué significaba, para una mujer del siglo I, perder el derecho a ser llamada por su nombre y quedar reducida a una etiqueta social?, ¿cuál es la importancia del perfume en vaso de alabastro?, ¿por qué es tan fuerte el gesto con los cabellos? Y, finalmente, ¿cómo comprender la parábola que Jesús dirige a Simón, el fariseo, confrontando el falso respeto de la ley con la verdad del amor?

Este ensayo busca responder a estas cuestiones en profundidad, estructurando un análisis histórico, cultural, exegético y teológico, con atención a la actualidad pastoral del texto. El recorrido será largo, pues cada detalle de la escena abre un universo de significados.

El estilo literario de San Lucas

Si observamos con atención el estilo literario del Evangelio según San Lucas, veremos que combina rigor historiográfico, gracia poética y sensibilidad pastoral. Su escritura es culta y ordenada, como la de un historiador griego, y al mismo tiempo está marcada por belleza lírica y profunda compasión humana, acercándose al corazón de los lectores mediante narraciones llenas de ternura.

Discípulo cercano de San Pablo, Lucas no convivió directamente con Cristo, pero se dedicó a investigar cuidadosamente los hechos y recoger testimonios de quienes estuvieron presentes. Así, su obra retrata la vida y misión del Mesías de manera indirecta, pero con precisión técnica y fidelidad histórica, revelando el celo de quien desea asegurar a la comunidad cristiana la verdad de la fe transmitida.

Su griego es más elegante y elaborado que el de Marcos y Mateo. El vocabulario es rico, incluye términos médicos y técnicos —se le considera tradicionalmente médico—, además de construcciones literarias cuidadas. Se aproxima, así, al estilo historiográfico grecorromano, semejante al de autores clásicos. Ya en el prólogo (Lc 1,1–4) se presenta como historiador: afirma haber investigado los acontecimientos desde el origen y desea narrarlos de modo ordenado para ofrecer al lector seguridad y claridad. Este tono confiere al Evangelio un marco de obra histórica atenta al contexto político y social en que los hechos ocurrieron.

Otro rasgo notable es su gusto por las estructuras en pares y paralelismos: la anunciación a Zacarías y a María, los cánticos de Zacarías y de María, relatos que se espejan y se completan. A ello se suman los bellísimos himnos y oraciones —el Magníficat (María), el Benedictus (Zacarías), el Gloria in excelsis (ángeles) y el Nunc dimittis (Simeón)— cuya cadencia semítica recuerda a los salmos, aunque insertos en una narrativa en griego refinado.

Lucas también se distingue por la riqueza de detalles: describe con cuidado personas, lugares y situaciones, como en las parábolas del Buen Samaritano y del Hijo Pródigo. Valora diálogos, gestos y expresiones que hacen las escenas vívidas y envolventes. Por último, en su estilo narrativo resalta siempre la misericordia de Dios, especialmente con los pobres, las mujeres, los extranjeros, los pecadores y los excluidos. Construye parábolas y episodios cargados de humanidad que transmiten calor, ternura y compasión.

El drama literario de Lucas 7 en cuatro movimientos

El episodio narrado en Lc 7,36–50 presenta una escena de rara densidad literaria y teológica, que puede dividirse en cuatro movimientos:

Invitación y omisión (Lc 7,36–39) – Jesús es recibido en casa de un fariseo llamado Simón. Sin embargo, el anfitrión no realiza los gestos básicos de hospitalidad: no ofrece agua para los pies, ni beso de saludo, ni aceite para ungir la cabeza. Esta omisión abre la tensión narrativa.

Entrada y gesto de la mujer (Lc 7,37–38) – Entra en escena una pecadora de la ciudad y, en contraste radical con el fariseo, cumple de manera sobreabundante los gestos de acogida. Con perfume, lágrimas y cabellos, unge y besa los pies de Jesús, transformando su falta de dignidad social en un acto de amor gratuito.

Parábola de los dos deudores (Lc 7,40–47) – Percibiendo el juicio silencioso del fariseo, Jesús narra la parábola de dos deudores, ambos perdonados, pero con deudas desiguales. La enseñanza es clara: el amor auténtico nace de la experiencia del perdón, no del estatus social ni de la frialdad de la ley.

Perdón y envío (Lc 7,48–50) – Jesús declara el perdón de la mujer y la envía en paz. El escándalo de los presentes —«¿Quién es éste que hasta perdona pecados?»— revela el centro de la escena: la autoridad de Cristo y la primacía de la misericordia sobre el juicio.

El contraste dramático

Ante estos cuatro momentos, el evangelista construye un enfrentamiento literario y espiritual: el fariseo —socialmente respetado, pero frío y juzgador— se muestra incapaz de reconocer la presencia de Dios ante sí; la mujer pecadora —socialmente despreciada, pero que ama intensamente— se entrega sin reservas.

Este contraste desnuda el drama: la justicia aparente frente al amor verdadero. La escena revela que no es la posición social ni la corrección exterior lo que abre el corazón al Reino, sino la experiencia del perdón, que engendra amor y conduce a la paz.

Se trata de una estructura típica del estilo literario de Lucas: escenas dramáticas con personajes en oposición que evidencian una verdad espiritual profunda, casi como si el evangelista recurriera al modelo griego de comedia y tragedia, donde la tensión entre los polos humanos abre espacio a la Revelación divina.

La expresión «pecadora de la ciudad»: contexto histórico

El texto griego de Lucas ha sido traducido como «pecadora», pero la palabra, en sí misma, es genérica y puede designar a cualquier transgresor. Sin embargo, aplicada específicamente a una mujer en el contexto judío del siglo I, la asociación más inmediata recaía sobre pecados de índole sexual, ya que, culturalmente, eran los que más exponían a una mujer al estigma público.

Entre los hombres, la figura del pecador podía abarcar publicanos, ladrones o asesinos. Entre las mujeres, los pecados más señalados eran adulterio y prostitución.

Para el adulterio, la Ley de Moisés preveía la pena de muerte tanto para el hombre como para la mujer adúlteros (Lv 20,10; Dt 22,22). No obstante, en la práctica, el peso de la condena recaía casi siempre sobre la mujer, sometida a humillación pública. La Mishná, Sotá 1,5, describe el ritual de la mujer sospechosa de adulterio, evidenciando la exposición vejatoria a la que era sometida.

En cuanto a la prostitución, aunque tolerada en determinados contextos, la Ley mosaica la veía como impureza y mancha social, como atestiguan pasajes proféticos (cf. Os 4,13–14).

Otros pecados, como asesinato o robo, también podían deshonrar a una mujer, pero eran raros y mucho más asociados al universo masculino. El historiador Flavio Josefo (Antigüedades 4,253) confirma este sesgo cultural al relatar cómo el adulterio femenino era considerado especialmente execrable y castigado con severidad.

Conviene subrayar, sin embargo, que no existía una «lista codificada» de pecados femeninos (adulterio, prostitución, asesinato, robo). Lo que existía era una tradición cultural en la que adulterio y prostitución representaban las transgresiones más socialmente estigmatizantes para una mujer. Así, es plausible concluir que, al llamar a la protagonista «pecadora» (Lc 7,37), Lucas dialoga con esta percepción cultural, y la mujer en cuestión probablemente era identificada por el pueblo en una de estas dos categorías.

La pérdida del nombre: identidad borrada

En la tradición bíblica, el nombre tiene un significado profundo: es símbolo de la identidad personal y del valor único ante Dios.
«Te llamé por tu nombre, tú eres mío» (Is 43,1).
«Daré un nombre nuevo» (Ap 2,17).

Por eso Lucas es tan cuidadoso al nombrar personajes. El fariseo anfitrión se llama Simón. La mujer, en cambio, queda sin nombre: es solo «pecadora». Esta elección narrativa es intencional y revela el contraste entre el estatus social preservado del fariseo y la identidad borrada de la mujer. Él, un hombre de relieve; ella, una mujer invisible.

Los Padres de la Iglesia iluminan esta ausencia de nombre. Orígenes comenta que «permanece anónima porque perdió la memoria de sí misma; pero el Señor la llama de nuevo a la vida por el perdón» (Hom. in Luc. 23). San Ambrosio interpreta el silencio nominal como signo de que había sido «reducida a su pecado».

Es importante notar que no existía ninguna ley jurídica que «retirara el nombre» a una pecadora. Lo que había era una dinámica social y cultural: los marginados eran conocidos por su condición y no por su identidad. Así, podemos decir que la mujer del Evangelio de Lucas lleva la marca de la exclusión —el peso de haber perdido la dignidad de ser llamada por su nombre— hasta el momento en que Cristo se la restituye mediante la misericordia.

La mujer sin hogar: exclusión y vulnerabilidad

El contexto judío antiguo determinaba que la mujer, desde la juventud, viviera bajo la protección del padre; una vez casada, pasaba a la tutela del marido; y, en la viudez, era amparada por parientes cercanos. Sin esa red de protección, se volvía altamente vulnerable, tanto social como económicamente.

El historiador judío Flavio Josefo expresa bien esta realidad al afirmar, en Contra Apión (2,199), que «el lugar de la mujer es el hogar, bajo la tutela del marido». Del mismo modo, la Mishná (Ketubot 4,4) describe las obligaciones de tutela que recaían sobre los hombres, dejando claro que la independencia femenina no estaba contemplada por el sistema.

La pérdida de esa protección traía consecuencias devastadoras. Una mujer sin padre o marido carecía de garantías mínimas de subsistencia, siendo con frecuencia empujada a la mendicidad o incluso a la prostitución como único medio de vida. El desamparo económico se sumaba al estigma social, reforzando un ciclo de exclusión y marginación.

En aquel contexto, no puede descartarse la posibilidad de abusos. Escritores antiguos relatan la violencia cometida por soldados romanos contra mujeres de las provincias conquistadas. Tácito, en sus Anales (14,42), menciona episodios de abusos, y Suetonio también registra situaciones semejantes. No es imposible, por tanto, que algunas mujeres judías, tras sufrir ese tipo de violencia, fueran rechazadas por sus propias familias, quedando aún más expuestas a la marginalidad.

Así, aunque no podamos afirmar con certeza que la mujer mencionada en Lucas 7 haya sido víctima directa de la violencia romana, es históricamente plausible interpretar su situación dentro de ese contexto. La ausencia de protección familiar y la vulnerabilidad social podrían haberla llevado a la prostitución como medio de supervivencia. La lectura que vincula su condición a la exclusión y a la falta de amparo se muestra coherente y fundamentada en la realidad histórica de la época.

El perfume y el vaso de alabastro

En el relato de Lucas 7, del perfume derramado sobre Jesús no se menciona el precio ni el acto de quebrar el vaso, elementos que aparecen en otras tradiciones sinópticas. En Marcos 14,3–9, por ejemplo, se enfatiza la rotura del vaso y el valor del perfume; y en Juan 12,5 se lo valora en trescientos denarios, aproximadamente un año entero de trabajo. Estos detalles subrayan no solo la grandeza del gesto, sino también el peso económico y simbólico que conllevaba.

Los perfumes —especialmente los más raros y caros, como el nardo importado de Oriente— se utilizaban con frecuencia como forma de ahorro. Plinio, en su Historia Natural (12,26–27), describe los precios elevadísimos de estos productos, mostrando cómo poseerlos era signo de riqueza y, muchas veces, garantía de seguridad financiera. En una sociedad en la que el denario representaba la paga diaria de un jornalero (cf. Mt 20,2), un frasco de perfume de tal valor equivalía a una verdadera fortuna.

Estos perfumes se guardaban en vasos de alabastro, cuya función era conservar intacta la calidad del contenido. El perfume se almacenaba en forma sólida y, para utilizarlo, era necesario quebrar el recipiente. Esto significa que el gesto de la mujer no fue solo derramar algo precioso, sino hacer irreversible la ofrenda: una vez roto el vaso, no había modo de recuperar ni guardar parte del contenido. Ella lo entregó todo, sin reservas.

Existe todavía un elemento cultural relevante: perfumes de esta naturaleza se destinaban tradicionalmente al uso en la noche de bodas. Guardarlos significaba preservar la esperanza de ser desposada y amada. En este sentido, la mujer que derrama el perfume a los pies de Jesús no sólo entrega su reserva económica, sino que renuncia a su último vestigio de esperanza humana. Lo que antes simbolizaba el deseo de amor conyugal y de acogida en un hogar, ahora se coloca ante Cristo como ofrenda total.

Así, el gesto adquiere un doble significado. Históricamente, el perfume representaba riqueza y seguridad, con un valor de hasta trescientos denarios. Teológicamente, al quebrar el vaso y derramar su contenido, la mujer declara la entrega radical de su vida y de su esperanza de amor humano, reconociendo en Jesús al verdadero Esposo de su alma. Derrama a los pies del Señor no solo un bien material, sino toda su historia, su dolor y su anhelo de ser plenamente amada.

El gesto de los cabellos y el mensaje sobre la Confesión

El gesto de la mujer que enjuga con sus cabellos los pies de Jesús adquiere una fuerza extraordinaria cuando se sitúa en el contexto de la modestia judía. Las mujeres casadas tenían la costumbre de cubrirse la cabeza con velo, de modo que mostrar el cabello en público se consideraba señal de deshonra. La Mishná (Ketubot 7,6) llega a registrar que salir con la cabeza descubierta podía ser motivo de reprensión. El propio apóstol Pablo, en 1 Co 11,2–16, refuerza esta práctica al exhortar sobre la necesidad del velo femenino. En este horizonte cultural, el cabello no era solo un aspecto de la apariencia, sino símbolo de honor, dignidad e intimidad.

Por ello, soltar el cabello en público y, más aún, usarlo para enjugar los pies de un hombre, era un gesto socialmente impensable. Se trataba de una señal reservada a la intimidad conyugal, algo que solo podía compartirse en el vínculo del matrimonio. El escándalo del gesto, por tanto, no se limita a lo inusual de la escena, sino que toca directamente la sensibilidad cultural de los presentes, que ven en ese acto una ruptura radical de las convenciones de decoro y honor femeninos.

A la luz de la interpretación espiritual, sin embargo, este gesto se revela como expresión de entrega total. Al soltar sus cabellos ante Cristo, la mujer parece ofrecer lo más íntimo y personal, como si dijera: «Ya no me queda nada; recibe mi alma como Esposo». Abandona las convenciones que la marginan y se coloca entera ante el Señor, sin reservas.

Este gesto de intimidad se conecta profundamente con la dimensión sacramental del perdón. La escena es, de hecho, un icono del sacramento de la reconciliación. La contrición se expresa en las lágrimas de la mujer; la confesión, aunque no verbalizada, se manifiesta en sus gestos; la absolución viene de las palabras de Cristo: «Tus pecados quedan perdonados»; y la satisfacción unida a la paz se expresa en el envío: «Vete en paz». Esta dinámica de arrepentimiento, perdón y reconciliación no se agota en el episodio, sino que es confiada a la Iglesia por el mismo Cristo:
«A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,22–23).
Este poder de atar y desatar, confirmado también en Mateo 16,19 y 18,18, se convierte en fundamento del sacramento de la penitencia, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (1422–1498).

De este modo, el gesto de los cabellos no solo refuerza el carácter nupcial de la escena, sino que ilumina la naturaleza sacramental de la misericordia de Cristo, que acoge, perdona y reconcilia al pecador, abriéndole el camino hacia una vida nueva en comunión con Dios.

El sermón de Jesús a Simón

El diálogo de Jesús con Simón, el fariseo, se construye en torno a una crítica a la falla en la hospitalidad. En la tradición semita, ofrecer agua para lavar los pies del huésped, saludarlo con un beso y perfumarle la cabeza con aceite eran gestos básicos de cortesía, como se ve en Gn 18,4 y Sal 23,5. Estos gestos no formaban parte de las 613 prescripciones de la Ley mosaica, pero eran expresiones de respeto y caridad profundamente arraigadas en la cultura del antiguo Oriente. Al omitirlos, Simón no transgredió la Torá escrita, pero falló contra el principio mayor de la hospitalidad y de la caridad fraterna.

En este contexto Jesús presenta la parábola de los dos deudores. Con ella enseña que la verdadera justicia no consiste en observar formalidades externas, sino en reconocer la propia deuda ante Dios y dejarse transformar por el perdón. El fariseo, seguro de su observancia religiosa, no percibe que su falta de amor lo aleja del corazón de la Ley. La mujer pecadora, aunque socialmente condenada, experimenta la misericordia divina porque se acerca con humildad y entrega. Así, Simón no quebrantó una mitzvá, pero violó la ley mayor: la del amor. Al confrontarlo, Jesús revela que incluso una pecadora pública puede amar más intensamente que un hombre riguroso en la práctica externa de la religión.

Este mensaje no se limita al escenario del primer siglo. La mujer pecadora de Lucas 7 sigue representando hoy a todos los que la sociedad estigmatiza y margina: personas con adicciones, prostitutas, personas en situación de calle, ex presidiarios y tantos otros que cargan marcas sociales y espirituales. Se les llama «pecadores», se borra su nombre y sus historias se reducen a etiquetas. La lógica de Cristo, en cambio, es diferente: Él los llama a la fe y al amor, devolviéndoles dignidad e identidad.

Así, el sermón de Jesús a Simón y la figura de la mujer arrepentida se unen en un mensaje actual y transformador: ante Dios, no son el prestigio social ni la observancia exterior los que definen el valor de una persona, sino la capacidad de amar y de reconocerse necesitada de perdón. En este reconocimiento humilde florece la verdadera justicia, capaz de restaurar vidas y abrir camino a la gracia.

Conclusión

El episodio narrado en Lucas 7,36–50 constituye uno de los retratos más densos y conmovedores de la gracia en el Evangelio. En él, una mujer sin nombre, cargada de estigmas y marginada por la sociedad, encuentra en Jesús no solo acogida, sino la posibilidad de una vida nueva. Su historia revela el drama de la exclusión: probablemente marcada por el adulterio o la prostitución, privada de protección familiar y de dignidad social, soporta el peso del desprecio colectivo. Sin embargo, es precisamente en esta condición de vulnerabilidad donde se vuelve protagonista de un gesto extraordinario.

El perfume guardado para las nupcias —convertido en ahorro y señal de esperanza humana— es derramado sin reservas a los pies de Cristo. Los cabellos, símbolo de intimidad y honor, se sueltan ante Él en un gesto escandaloso para la cultura de la época, pero cargado de entrega espiritual. En estos dos gestos, la mujer abandona sus seguridades, sus símbolos de futuro y su propia intimidad, proclamando en silencio: «Tú serás el Esposo de mi alma».

Jesús, por su parte, no solo acoge su entrega, sino que la eleva al nivel sacramental. Sus lágrimas se vuelven expresión de contrición; sus gestos, una confesión implícita; y de su boca la pecadora oye la absolución: «Tus pecados quedan perdonados». El envío en paz sella la reconciliación y anticipa lo que será confiado a la Iglesia: el poder de perdonar los pecados en su nombre. Así, la escena se transforma en icono del sacramento de la penitencia, donde cada cristiano, como aquella mujer, puede experimentar el abrazo de la misericordia divina.

El mensaje, sin embargo, no se agota en el horizonte del pasado. La pecadora de Lucas sigue representando a todos los que hoy viven al margen: personas con adicciones, prostitutas, ex presidiarios, quienes no tienen hogar ni voz. La sociedad los etiqueta como «pecadores» y borra sus nombres, pero Cristo los llama a la fe y al amor, restaurando la identidad perdida.

Por consiguiente, el relato no es solo memoria, sino interpelación viva: ¿quién es el verdadero justo? ¿El fariseo que cumple convenciones pero cierra el corazón, o la pecadora que, reconociendo su miseria, lo entrega todo al Señor? La respuesta de Jesús es clara: «Tu fe te ha salvado; vete en paz». Es esta misma certeza la que sostiene a la Iglesia en su misión reconciliadora, y la que debe sostener a cada cristiano en su vida de fe: la confianza de que, por grande que sea la caída, siempre habrá un lugar de perdón y un camino de regreso a los brazos de Dios.