Comentarios sobre el Libro IV de la Ética a Nicómaco – Parte 1
La liberalidad y sus opuestos: la avaricia y la prodigalidad
En el Libro IV de la Ética a Nicómaco, Aristóteles presenta el concepto de liberalidad como el justo medio en el uso de las riquezas. A diferencia de otras virtudes ligadas al cuerpo o a la justicia, esta se relaciona con el dar y recibir bienes materiales, sobre todo con la donación, que es el uso más noble de la riqueza.
El hombre liberal, virtuoso, da de manera correcta, a las personas adecuadas, en el momento oportuno, en la cantidad justa y por un motivo noble. No da por interés, sino por reconocer que la riqueza debe ser instrumento de virtud. Su acción se realiza con placer, pues quien sufre al dar demuestra que aún prefiere el dinero al bien.
Esta virtud no se mide por la cantidad donada, sino por la disposición de carácter. Alguien con poco puede ser más liberal que otro con mucho, si actúa proporcionalmente. Por eso, Aristóteles observa que los herederos tienden a ser más liberales que quienes conquistaron su propia fortuna, ya que no conocen la necesidad y no se apegan al fruto del esfuerzo.
Por eso, existe la tendencia de que el liberal difícilmente sea rico, pues no acumula, sino que usa los bienes en favor del bien común. Aun así, conserva equilibrio: sufre moderadamente si gasta mal, pero se alegra al gastar bien. Es fácil convivir con él, pues no idolatra el dinero y prefiere lamentar no haber gastado cuando debía, antes que arrepentirse de haber gastado demasiado.
Sin embargo, conviene reforzar que la liberalidad es el concepto de la virtud, y toda virtud está asociada a sus opuestos, los vicios.
Prodigalidad (Exceso)
La prodigalidad es el vicio por exceso. El pródigo gasta y da sin discernimiento, a veces con quien no lo merece y de modo desordenado y en demasía. Se abstiene de recibir, pero de forma imprudente, lo que lo lleva rápidamente a perder sus bienes e incluso a buscar recursos en fuentes indignas para sostener su vicio.
A pesar de ello, puede admitirse que la prodigalidad es menos grave que la avaricia, pues el pródigo comparte algo de la disposición liberal, le gusta dar y no se apega al dinero. Sus errores son fruto de la necedad, no de la malicia. Por eso, puede ser corregido con el tiempo, la pobreza o la disciplina.
Avaricia (Deficiencia)
La avaricia es el vicio por defecto, y para Aristóteles es más grave y más común que la prodigalidad. El avaro no da lo que debe, retiene todo para sí y busca siempre recibir, muchas veces de cualquier fuente, aunque sea indigna.
El avaro asume diversas formas: unas veces como el tacaño y mezquino, que no gasta ni en lo mínimo, pero sin necesariamente robar; otras como los codiciosos activos, que buscan lucro de toda parte, incluso ilícito, como usureros, explotadores o profesionales de oficios despreciables.
Lo que los une es el amor sórdido al lucro, prefiriendo la mala fama a perder una pequeña ganancia. Aristóteles distingue, sin embargo, a los avaros de los verdaderamente injustos, como tiranos que saquean ciudades o profanan templos: esos no son solo avaros, sino malvados e impíos.
Así, la avaricia se define como el contrario directo de la liberalidad. Mientras que el liberal usa la riqueza como instrumento de honor y nobleza, el avaro se degrada por el apego mezquino al dinero. Por ser casi incurable, especialmente en la vejez, Aristóteles la juzga un vicio peor que la prodigalidad.
La parábola del Hijo Pródigo y la lectura aristotélica de los vicios
La parábola del Hijo Pródigo, narrada en Lucas 15, ha sido tradicionalmente interpretada como un retrato de la misericordia de Dios ante el pecador arrepentido. Sin embargo, es posible leer este episodio también a la luz de la filosofía moral de Aristóteles, expuesta en el Libro IV de la Ética a Nicómaco sobre la virtud de la liberalidad y sus vicios opuestos, la prodigalidad y la avaricia. Esta aproximación nos ayuda a comprender no solo los comportamientos de los dos hijos, sino sobre todo la perfección del amor del Padre.
El hijo menor representa claramente el vicio de la prodigalidad. Pide anticipadamente la parte de la herencia y la disipa en placeres y desórdenes. El hijo mayor encarna, por su parte, el vicio de la avaricia. Permanece en casa, cumple las órdenes del padre y no disipa bienes, pero revela un apego excesivo a lo que considera su “derecho”. El hijo mayor, al negarse a entrar en la fiesta, revela precisamente esa dureza mezquina y lo demuestra cuando el hermano regresa arrepentido y el padre ofrece una fiesta: el mayor se rehúsa a participar. Su queja —“Jamás me diste un cabrito para festejar con mis amigos”— muestra un corazón cerrado, incapaz de alegrarse con la liberalidad del padre.
Entre estos dos extremos se encuentra la figura central de la parábola: el Padre, que encarna la verdadera liberalidad. Él distribuye la herencia, acoge al hijo arrepentido, da fiestas y regalos, todo sin sufrimiento ni cálculo de pérdida. Como enseña Aristóteles, el hombre liberal da por un motivo noble, con placer y no con dolor, usando los bienes materiales como instrumentos de un bien mayor. En el Padre de la parábola, ese bien mayor es el amor gratuito, que busca restaurar la vida del hijo perdido y alegrarse con la comunión reencontrada.
Esta lectura filosófica enriquece la interpretación teológica: muestra que la parábola no trata solo de dos hijos en contraste, sino de dos vicios opuestos, la prodigalidad y la avaricia, que solo encuentran superación en la virtud de la liberalidad, realizada de modo perfecto en el amor del Padre. Mientras que el menor se pierde por imprudencia y el mayor por mezquindad, el Padre muestra que el camino de la virtud es darse por entero, sin apego a la riqueza y sin temor a la pérdida.
Por tanto, la parábola del Hijo Pródigo puede comprenderse también como una lección de equilibrio moral: huir tanto del derroche como de la avaricia, para aprender a usar los bienes como instrumentos de amor y de reconciliación. Y, en el horizonte cristiano, este equilibrio se eleva a la perfección en el corazón misericordioso del Padre, que revela que la liberalidad, cuando se vive en plenitud, es imagen de la propia gracia divina.