La Voluntad de Cristo a la Luz de la Filosofía y la Teología

La Voluntad de Cristo a la Luz de la Filosofía y la TeologíaUn ensayo de reflexión sobre el Libro 3 de la Ética a Nicómaco, de Aristóteles.

Introducción

El párrafo 475 del Catecismo de la Iglesia Católica presenta una de las formulaciones más densas de la cristología: la confesión de que Cristo posee dos voluntades, una divina y una humana —que no se oponen, sino que cooperan en perfecta armonía. El texto recuerda la definición del VI Concilio Ecuménico de Constantinopla III (681), que condenó la herejía monotelita, la cual afirmaba que en Cristo existía una sola voluntad. La Iglesia afirmó con claridad: así como Cristo tiene dos naturalezas, divina y humana, posee también dos operaciones y dos voluntades, preservando la integridad de su humanidad sin dilución.

La formulación, sin embargo, plantea una cuestión: ¿cómo puede un único sujeto, la Persona del Verbo, tener dos voluntades sin caer en una dicotomía interna, como si Cristo estuviera dividido? El problema exige recurrir al concepto de voluntad en Aristóteles, a la reflexión del apóstol Pablo sobre la lucha interior del hombre, al desarrollo de San Agustín sobre la libertad y a la sistematización tomista que distingue las potencias de la naturaleza y la unidad de la persona.

Este ensayo, por tanto, pretende desarrollar una comprensión amplia del misterio de la doble voluntad de Cristo, recorriendo la tradición filosófico-teológica y mostrando por qué la coexistencia de estas dos voluntades no genera contradicción, sino plenitud.


La noción de voluntad en Aristóteles

Aristóteles no entendía la voluntad como un simple deseo momentáneo o como un “querer” psicológico, tal como muchas veces podemos pensar hoy en día. Para él, la voluntad tiene su raíz en la estructura racional del ser humano y no puede reducirse a una emoción pasajera.

Más aún, la voluntad es concebida como una forma de orexis (apetito), es decir, la tendencia natural del hombre hacia el bien percibido. En este sentido, está inseparablemente ligada a la inteligencia: no se desea sino aquello que, de algún modo, se juzga bueno. Y por ello, distingue diferentes formas de apetito.

La primera forma de apetito es la epithymia, o deseo concupiscible. Se manifiesta como un impulso inmediato hacia los placeres sensibles, por ejemplo, comer cuando se tiene hambre o acostarse a descansar cuando se está cansado. Este tipo de deseo no es malo en sí mismo, pero tiene un límite: busca únicamente bienes particulares y pasajeros. Precisamente por estar orientado a lo inmediato, puede desordenarse con facilidad, dando origen a vicios como la gula o la pereza, cuando el placer o el descanso se buscan por encima de bienes más elevados. En este nivel más bajo del apetito se enraíza la concupiscencia humana, es decir, la tendencia desordenada al placer sensible.

La segunda forma de apetito es el thymos, o deseo irascible. A diferencia de la epithymia, no se limita al placer inmediato, sino que se orienta a superar obstáculos y resistir al mal. Es lo que despierta el valor ante el peligro, la disposición a enfrentar desafíos y la perseverancia en las dificultades.

El thymos representa un nivel más elevado, porque no se restringe al placer, sino que implica esfuerzo y lucha. Sin embargo, cuando no está guiado por la razón, puede desordenarse y transformarse en ira descontrolada, orgullo o vanidad: vicios que surgen cuando la energía de la lucha se emplea no para el verdadero bien, sino para el triunfo personal o la exaltación del ego.

La tercera forma de apetito es la boulesis, el deseo racional propiamente dicho. Aquí, la voluntad se orienta al fin último aprehendido por la razón, es decir, al bien que no se busca solamente por ser útil o agradable, sino por ser digno en sí mismo. En este nivel se encuentra la voluntad en sentido estricto.

La boulesis hace posible la vida ética, pues subordina los deseos inmediatos de la epithymia y las pasiones del thymos a un orden superior, guiado por la inteligencia. Así, orienta al ser humano hacia su telos, la finalidad última que da sentido y unidad a toda la vida moral.

Esta distinción muestra que la voluntad no es un instinto ciego, sino una jerarquía de deseos, que va de lo más inmediato a lo más elevado. El ser humano plenamente virtuoso es aquel que logra armonizar la epithymia y el thymosbajo la dirección de la boulesis, es decir, que ordena sus deseos parciales al fin último. La vida ética, en Aristóteles, consiste precisamente en encontrar esa armonía, evitando que los apetitos inferiores se impongan contra la razón.


¿Cómo ver este concepto en Cristo?

Aplicando este esquema a Cristo, vemos que Él, al asumir la naturaleza humana, asumió también la epithymia (hambre, sed, dolor), el thymos (valor ante el sufrimiento) y la boulesis (deseo racional del bien). Posee, por tanto, una voluntad humana completa, experimentando todas las inclinaciones legítimas de nuestra naturaleza. Pero, siendo el Verbo eterno, posee también la voluntad divina, que es la esencia misma de Dios en acto: el querer eterno e inmutable del Bien absoluto.

De ahí surge la cuestión: ¿Cristo no estaría interiormente dividido, como si la epithymia o el thymos de su voluntad humana pudieran contrariar la boulesis divina? He aquí el punto decisivo: no, porque en Cristo todas estas dimensiones humanas fueron asumidas sin la herida del pecado. Su epithymia (deseo sensible) nunca se desordenó; su thymos(fuerza para resistir) nunca degeneró en ira o orgullo; su boulesis (apetito racional) nunca se cerró sobre un bien menor. Su voluntad humana está siempre ordenada a la divina, en perfecta armonía.

Así, la noción aristotélica de voluntad prepara la comprensión cristiana: Cristo tiene dos voluntades, pero no divididas. La voluntad humana, estructurada según epithymiathymos y boulesis, es plena y real; pero está también perfectamente ordenada a la voluntad divina, de modo que no hay oposición, sino cooperación armónica.


La tensión de la voluntad en Aristóteles y en Pablo

La reflexión de Aristóteles sobre los niveles del apetito humano ilumina la complejidad del querer. El filósofo percibe que el ser humano no desea de manera uniforme, sino según diversas dimensiones: el impulso inmediato del placer, la energía de la lucha y la orientación racional hacia el bien verdadero. Esta estructura apunta a una jerarquía interna, en la que la razón debe guiar las inclinaciones inferiores para que la vida moral alcance su finalidad.

Pablo, en Romanos 7, describe esta misma realidad bajo otra clave: la lucha entre el querer del espíritu y el querer de la carne. El apóstol reconoce: “quiero el bien, pero no lo realizo; el mal que no quiero, eso hago” (Rm 7,19). Aquí se manifiesta la dicotomía interior: el hombre experimenta, al mismo tiempo, la atracción por el bien y la fuerza del pecado que lo arrastra al mal. Mientras Aristóteles entiende el desorden como una falla en la ordenación de la razón sobre los apetitos, Pablo revela la herida más profunda causada por el pecado original: la voluntad ya no gobierna plenamente, sino que encuentra en sí misma una división que sólo la gracia puede sanar.

Esta lectura paulina inaugura un tema decisivo para toda la tradición cristiana: la tensión entre la libertad humana y la esclavitud al pecado. Para Aristóteles, la razón tiene en sí misma la capacidad de ordenar; para Pablo, esa capacidad está debilitada y necesita ser restaurada por Cristo, el “nuevo Adán”. Es Él quien, por su obediencia, reconcilia al hombre con Dios y reordena la voluntad herida.

Aplicando esto al misterio de la doble voluntad en Cristo, vemos el contraste. En nosotros, la voluntad está dividida; en Cristo, no. Su voluntad humana, aunque sujeta a pasiones naturales como hambre, sed y dolor, nunca se opone a la divina. El episodio de Getsemaní es el ejemplo paradigmático:

“Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz… sin embargo, no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42).

En esta oración se distinguen dos voluntades: la humana, que naturalmente retrocede ante el sufrimiento, y la divina, que quiere la redención por la cruz. Pero no hay ruptura: la voluntad humana de Cristo se somete libremente a la divina, realizando en obediencia perfecta lo que Adán, y con él toda la humanidad, no pudo cumplir.

Lo mismo aparece de modo simbólico en el diálogo con la samaritana junto al pozo (Jn 4). Cristo parte de una necesidad humana —la sed y la petición de agua— para conducir a la mujer hacia el deseo más profundo: el agua viva que sacia definitivamente. Así, la voluntad natural se convierte en punto de encuentro con la voluntad divina.

Mientras Aristóteles nos ayuda a comprender la estructura natural del querer humano, Pablo revela la herida espiritual que atraviesa esa estructura. Y en Cristo encontramos la plenitud: la unidad perfecta entre la razón y el deseo, entre la humanidad y la divinidad, que hace posible al hombre, por la gracia, superar la división interior y caminar hacia el bien último. Y es por eso que Pablo se muestra más profundo que Aristóteles. El filósofo griego describe con precisión la estructura del querer humano, pero no indica cómo alcanzar la unidad interior en plenitud. Pablo, en cambio, señala la respuesta: la plenitud es Cristo. En Él, la naturaleza humana no necesita ser negada ni abandonada, sino asumida y redimida. Es precisamente permaneciendo humanos —con nuestras necesidades, deseos y límites— que encontramos la verdadera felicidad, pues en Cristo la voluntad se reconcilia con el bien último y la libertad es plenamente restaurada.


Agustín y la filosofía de la voluntad

Posteriormente, Agustín retoma la intuición paulina y la desarrolla en una verdadera filosofía de la voluntad. Para él, la voluntas es el núcleo de la libertad, pero una libertad herida. El pecado no destruye la voluntad, pero la desordena: continúa buscando el bien, pero se apega a bienes inferiores, confundiéndolos con el Bien supremo.

En este horizonte, distingue dos modos de libertad:
La libertas maior, la libertad plena, que consiste en elegir el bien por amor a Dios, y la libertas minor, la libertad formal de elegir, pero inclinada al mal, marcada por el desorden del pecado.

En las Confesiones, Agustín reconoce en sí mismo la lucha entre dos voluntades: la vieja y la nueva, la carnal y la espiritual. Esta división traduce el drama humano descrito por Pablo en Romanos 7: querer el bien, pero experimentar la fuerza contraria del pecado.

En el caso de Cristo, sin embargo, esa división no existe. Su voluntad humana no está herida ni desordenada. Su libertas es plena: Él es verdaderamente libre porque su voluntad humana está perfectamente unida a la divina, orientada siempre al Bien supremo sin desviación.


Tomás de Aquino y la sistematización escolástica

Tomás de Aquino ofrece la formulación más precisa al tratar del misterio de la voluntad en Cristo. Para él, Cristo posee dos naturalezas, la divina y la humana y, como la voluntad es una potencia de la naturaleza racional, se sigue que en Él existen también dos voluntades: la voluntad divina, propia de la naturaleza divina, y la voluntad humana, propia de la naturaleza humana asumida.

Sin embargo, en Cristo hay una sola Persona: el Verbo. Por eso, las dos voluntades no pertenecen a “dos yos”, sino a dos naturalezas distintas ejercidas por un único sujeto. La voluntad humana no es abolida, sino plenamente subordinada a la divina. Esta sumisión no significa servilismo, sino perfección: la voluntad humana alcanza su libertad plena precisamente al consentir en el querer divino.

Además, Tomás explica que la voluntad humana de Cristo, iluminada por la visión beatífica desde la encarnación, no puede pecar ni rebelarse. Así, aunque experimente de modo legítimo la inclinación natural de evitar el dolor, esa voluntad permanece siempre ordenada al consentimiento de la voluntad divina. En ese consentimiento perfecto se revela la verdadera libertad de Cristo y, al mismo tiempo, la restauración de la libertad humana.

No hay, por tanto, dicotomía, sino sinfonía: la voluntad humana no se opone a la divina porque ambas tienen el mismo objeto último, el bien y la salvación. Tomás recurre a la analogía de la unión entre el alma y el cuerpo: cada uno posee operaciones distintas, pero juntos constituyen una única persona. Así también, en Cristo, las dos voluntades operan armónicamente, en perfecta consonancia.