¿Qué busca el ser humano?

Ya sea en las artes, en la ciencia, en la vida profesional o familiar, todas nuestras acciones parten del deseo de alcanzar aquello que nos hace felices. En otras palabras, todo lo que hace el ser humano es, aunque sea de manera inconsciente, buscar la felicidad. A veces esa felicidad está en el propio acto de buscar; otras, en el resultado obtenido. Siempre que existe una finalidad más allá de la acción, ese fin se considera más elevado que la propia acción.

Es en este horizonte que Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, afirma: toda acción humana tiene un objetivo, y el fin último de todos nuestros actos es la felicidad (eudaimonia). Para él, ser feliz es lo mismo que vivir bien y obrar bien. A diferencia de los bienes pasajeros como el dinero, la salud o la fama, la felicidad es algo absoluto. No la buscamos como medio para otra conquista, sino por sí misma. Es el bien supremo, que da sentido a todas nuestras elecciones y orienta la vida como un todo. Por eso consiste en una vida guiada por el ejercicio de lo que tenemos de más propio: la razón.

No basta, sin embargo, con tener momentos felices. La felicidad exige una vida entera de buenas acciones, acompañada de condiciones mínimas, como la salud y los recursos básicos, que posibilitan la práctica de la virtud. No puede entenderse como algo inmediato o pasajero: requiere constancia, esfuerzo y elecciones correctas a lo largo de toda la existencia. En este sentido, Aristóteles diferencia los modos de comprender la felicidad, mostrando que no todos reconocen su verdadera naturaleza.


Entendiendo qué es la felicidad

Aunque todos concuerdan en que la finalidad última de la vida es ser feliz, no todos entienden la felicidad del mismo modo. El hombre común tiende a identificarla con placeres inmediatos, riquezas u honores. Los sabios, en cambio, perciben que la verdadera felicidad no se resume en bienes pasajeros, sino que debe estar enraizada en algo más profundo, capaz de dar sentido a todos los demás bienes.

Para aclarar esta diferencia, Aristóteles analiza las formas de vida a las que los hombres se dedican. La vida del placer, la más común, busca gozos inmediatos como la comida, la bebida y el entretenimiento. Para el filósofo, se trata de una forma “bestial” de vivir, porque reduce al hombre al nivel del instinto, privándole de lo que lo distingue: la razón. Existe también la vida política, fundada en el honor y en la práctica de la virtud, más elevada, pero insuficiente, ya que el honor depende de la opinión de los demás y aun la virtud no basta para asegurar la felicidad plena frente a grandes infortunios. La vida del lucro, centrada únicamente en la riqueza, es todavía más limitada, pues el dinero nunca es un fin en sí mismo, sino solo un medio para otros bienes. Finalmente, Aristóteles señala la vida contemplativa como la más elevada, porque se fundamenta en el ejercicio de la razón. En ella, el hombre se orienta hacia lo que tiene de más propio y noble, encontrando una felicidad que no depende del azar ni de la aprobación ajena, sino del cultivo interior y de la conformidad del alma con la verdad.


El debate con Platón

Es precisamente a partir de esta valoración de la razón que Aristóteles se distancia de su maestro. Platón defendía la existencia de un Bien en sí, eterno y perfecto, causa de todos los bienes particulares. Aristóteles reconoce la belleza de la idea, pero la considera insuficiente para la vida práctica.

Según él, el término “bien” se usa de muchos modos: puede significar oportunidad en el tiempo, lugar adecuado en el espacio, virtudes en la cualidad o utilidad en la relación. No hay cómo unificar todos esos sentidos en una única esencia abstracta. Además, incluso si existiera un Bien universal, sería inútil en la vida concreta.

Un médico no cura contemplando la Idea del Bien, sino tratando a un paciente específico; un general no vence guerras meditando sobre el Bien en sí, sino elaborando estrategias para su tropa. El verdadero objeto de la ética, por lo tanto, no es un Bien distante y abstracto, sino el bien humano realizable, aquel que podemos buscar y concretar en nuestra vida práctica.


La felicidad y el destino humano

Aristóteles reconoce que la suerte de los descendientes y amigos puede repercutir sobre un hombre, pero solo de manera débil. Si creyéramos que todo lo que les ocurre a los demás afecta decisivamente la felicidad de alguien, caeríamos en el absurdo, pues la vida está llena de incontables acontecimientos imposibles de medir.

Por eso, la felicidad de una persona no depende de la fortuna de los demás: lo que sucede con los amigos puede tener algún efecto, pero no llega a robar la bienaventuranza de los justos. La felicidad, por tanto, es estable y no se tambalea por oscilaciones externas.

En ese contexto, Aristóteles pregunta si la felicidad debe ser alabada, como el coraje o la justicia, o si ocupa una categoría superior. La alabanza, explica, siempre es relativa a una acción o virtud; la felicidad, en cambio, no es medio, sino fin último. No decimos, por tanto, que la felicidad debe ser alabada, sino que es bienaventurada. Así como llamamos felices a los dioses, la felicidad es celebrada como algo divino y perfecto, fuente de todos los demás bienes.


El alma entre razón y deseo

Si la felicidad es la actividad del alma conforme a la virtud perfecta, es necesario comprender la propia estructura del alma. La política, en ese sentido, no es solo técnica de poder, sino ciencia de la virtud, y por eso exige el estudio del alma.

Aristóteles distingue en ella una parte racional y otra irracional. La parte irracional se divide en dos: la vegetativa, ligada a la nutrición y al crecimiento, común a todos los seres vivos; y la apetitiva, responsable de los deseos y pasiones, que aunque irracional, puede obedecer a la razón. Es de esta obediencia que nacen las virtudes morales, como la templanza, el coraje y la justicia. Las virtudes intelectuales, como la sabiduría y el entendimiento, pertenecen propiamente a la parte racional.

La vida humana está, por lo tanto, marcada por esta tensión entre razón y deseo. El hombre incontinente se deja dominar por los impulsos; el templado los educa para que se sometan a la razón. De esta armonía nace la virtud, y es en la práctica de la virtud que el alma encuentra su plenitud.


Entre azar y virtud

Surge entonces otra cuestión: ¿la felicidad es fruto del aprendizaje, del hábito o de un don divino? Aristóteles admite que, si los dioses conceden algún regalo a los hombres, la felicidad ciertamente estaría entre los mayores. Aun así, incluso si es fruto de la formación del alma y del ejercicio de la virtud, sigue siendo algo divino, pues constituye el premio y el fin último de la vida humana.

Esto significa que la felicidad no es privilegio de pocos. Cualquiera, siempre que no esté impedido de vivir virtuosamente, puede alcanzarla con estudio y disciplina. Es más noble ser feliz por mérito que por azar, pues confiar al azar lo que es más elevado sería imperfecto. Por eso, la felicidad no es suerte, sino coronación de la virtud. Esta visión excluye a los animales y a los niños: estos solo pueden ser llamados felices de forma figurada, en razón de la esperanza depositada en ellos. Para Aristóteles, la felicidad exige no solo virtud completa, sino también una vida completa, en la cual la constancia del alma se prueba frente a las vicisitudes del tiempo.


Conclusión

Aristóteles rechaza tanto las ilusiones vulgares (placer, riqueza, honor) como la abstracción platónica del Bien en sí. Para él, la verdadera felicidad no es un ideal distante, sino un camino posible, construido en el ejercicio de la razón y de la virtud. Es la actividad racional y virtuosa del alma, acompañada de placer, suficiente en sí misma, pero sostenida por condiciones externas mínimas.

Así, la felicidad es el bien supremo que da unidad y sentido a toda la vida humana, el destino hacia el cual todas nuestras acciones, conscientes o no, están orientadas.


Entre el Placer y la Virtud en la literatura

Hablar de felicidad, para Aristóteles, es hablar del fin último de la vida humana: aquello que da sentido a todas nuestras elecciones. Pero ¿cómo traducir en imágenes esta reflexión tan densa? La literatura, con su fuerza simbólica, ofrece personajes que exponen de forma vívida los caminos y desvíos de la búsqueda humana del bien supremo. Por eso recurrimos a Alicia, del clásico Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll, y a Ulises, el Odiseo de Homero en la Odisea.

Estos dos personajes representan etapas distintas de la relación del hombre con la felicidad. Alicia simboliza la inmadurez del alma que corre tras placeres y curiosidades momentáneas, siempre inquieta, sin claridad sobre lo que realmente busca. Ulises, en contraste, expresa la madurez de quien sabe cuál es su fin último, el regreso a Ítaca, a la familia, a su hogar, y mantiene firme ese propósito, incluso frente a tentaciones y sufrimientos.

Al aproximar estas dos historias a la reflexión aristotélica, encontramos en ellas más que aventuras fantásticas o mitológicas: vemos reflejada la propia condición humana. Alicia y Ulises nos ayudan a comprender cómo el placer, el honor, la virtud y, por fin, la contemplación se articulan en la búsqueda de la felicidad. Son imágenes literarias que iluminan la filosofía y hacen palpable aquello que, en Aristóteles, podría parecer solo abstracto.


La vida del placer vs. la vida del honor

Aristóteles afirma que la vida del placer es la más común, pero también la más baja, pues reduce al hombre al nivel de los instintos. Es la vida de aquellos que viven en busca de sensaciones momentáneas, sin horizonte de estabilidad. Alicia, de Lewis Carroll, es un retrato perfecto de esta condición. Aburrida en el mundo real, corre tras el Conejo Blanco creyendo que encontrará algo más interesante. Pero lo que encuentra es un mundo de absurdos, lleno de fiestas sin sentido, banquetes interminables y personajes dominados por pasiones desordenadas.

La Merienda de Locos representa bien la prisión de lo inmediato: un ciclo repetitivo en el que hay diversión, pero ninguna finalidad verdadera. La Reina de Corazones encarna la tiranía de las pasiones, gobernada por la ira irracional, que impide toda orientación racional. El propio Conejo Blanco es la imagen de la búsqueda ansiosa e inestable, siempre en movimiento, pero sin llegar a ningún lugar.

Alicia experimenta placeres, vive curiosidades, pero permanece inquieta. Su pregunta constante —“¿Quién soy yo?”— muestra que el placer no basta, pues no da identidad ni sentido. Aristóteles diría que Alicia vive la vida del placer: una existencia juvenil, inmadura, en la que el fin último aún no ha sido reconocido.

En contraste, Aristóteles señala la vida política, fundada en el honor y la virtud, como más elevada que el placer, pero todavía insuficiente. Es propia de los hombres que buscan reconocimiento y dignidad, y Ulises, el Odiseo de Homero, encarna bien ese camino.

A lo largo de la Odisea, Ulises es celebrado por su astucia, coraje y liderazgo. Desea volver a Ítaca no solo por amor a Penélope y Telémaco, sino también para reasumir su posición de rey y restaurar el orden en su casa. El honor y el deber orientan su jornada. A diferencia de Alicia, que corre tras placeres y curiosidades, Ulises mantiene claro su objetivo. Resiste a las sirenas, rechaza la promesa de inmortalidad de Calipso, supera naufragios y batallas, porque sabe lo que busca: su patria, su familia, su dignidad.

Sin embargo, Aristóteles advierte: la vida del honor no es suficiente, porque depende de la mirada de los demás y puede ser sacudida por el sufrimiento. Ulises muestra esta fragilidad. Aunque virtuoso y honrado, su felicidad no es plena mientras permanece alejado de Ítaca, sujeto al azar del mar y a la voluntad de los dioses. Su vida es grandiosa, pero inestable.


La vida del lucro: los falsos bienes en el camino

Otro modo de vida que Aristóteles critica es la vida del lucro, aquella que reduce todo a la búsqueda de la riqueza. El dinero, dice él, nunca es un fin en sí mismo, sino solo un medio.

Aquí tanto Alicia como Ulises ofrecen imágenes contrastantes. Alicia, al deslumbrarse con objetos mágicos, pasteles y pociones que la hacen crecer o encoger, muestra cómo los bienes materiales pueden ser ilusorios: útiles por un instante, pero sin valor duradero. Ulises, al rechazar los banquetes interminables y los regalos de reyes extranjeros, muestra que la verdadera meta no puede confundirse con riquezas acumuladas. Tanto en Alicia como en Ulises, el mensaje aristotélico se confirma: los bienes materiales son pasajeros y solo tienen sentido si se subordinan a un fin mayor.


La vida contemplativa: el bien supremo

Aristóteles reserva el título de vida más elevada a la contemplación racional. En ella, el hombre se orienta hacia lo que tiene de más propio: la razón. La contemplación no es pasividad, sino actividad plena del alma, en armonía con la verdad.

Ni Alicia ni Ulises alcanzan totalmente este estadio, pero ambos apuntan hacia él de formas distintas. Alicia, en su confusión, encuentra un destello contemplativo en el encuentro con la Oruga, cuando es cuestionada: “¿Quién eres tú?”. Ese momento de pausa y reflexión rompe la carrera tras placeres y curiosidades, introduciendo el germen de la filosofía: la necesidad de conocerse y de ordenar los deseos por la razón. Ulises, por su parte, encarna mejor esta dimensión. Su fidelidad a Ítaca y su constancia frente al sufrimiento muestran que aprendió a distinguir medios y fines, subordinando las pasiones a un propósito mayor.

La contemplación, sin embargo, va más allá del honor y del regreso. En términos aristotélicos, es la vida en la que el hombre encuentra estabilidad, no en las opiniones ajenas ni en los placeres pasajeros, sino en el ejercicio continuo de la razón, que da sentido y unidad a todas las demás búsquedas.


Entre Alicia y Ulises: inmadurez y madurez del alma

Alicia y Ulises son, así, dos espejos de la teoría aristotélica. Alicia representa el alma inmadura, perdida entre deseos y curiosidades, siempre inquieta, sin claridad sobre cuál es el bien supremo. Ulises, en contraste, representa el alma madura, que sabe lo que busca y mantiene firme el propósito, incluso en medio de naufragios y tentaciones.

Aristóteles diría que la diferencia entre ellos está en la educación de los hábitos. Quien vive al sabor de las pasiones, como Alicia, no tiene base para comprender lo que es justo y noble. Quien, como Ulises, aprendió a disciplinar los deseos y a guiarse por la razón, encuentra en la ética una guía segura para alcanzar la verdadera felicidad.

Por eso, Aristóteles concluye que la felicidad no es un azar, sino la coronación de la virtud. No está en la inestabilidad de Alicia ni únicamente en el honor de Ulises, sino en la vida racional y virtuosa que une constancia y sabiduría. Alicia nos advierte sobre el peligro de la dispersión en los placeres pasajeros; Ulises nos inspira con la fidelidad a un fin último. Pero es Aristóteles quien nos recuerda que la verdadera felicidad solo se realiza en la contemplación, la actividad más alta del alma humana, que da sentido y unidad a toda la vida.